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La sombra del águila Capítulo 3

La sugerencia del mariscal Murat

Total. Que estábamos allá abajo, a dos palmos de las líneas rusas y aguantando candela mientras intentábamos pasarnos al enemigo como el que no quiere la cosa, y desde su colina, sin percatarse de nuestras intenciones, el Estado Mayor imperial nos tomaba por héroes. Los generales se miraban unos a otros sin dar crédito a lo que estaban viendo. Regardez, Dupont. Oh-la-la les espagnols, quién lo iba a decir. Siempre protestando, que si ésta no es su guerra, que si vaya mierda de rancho y que si verdes las han segado, y ahora mírelos, atacando en plena derrota, con un par. Nomdedieu. Quien lo hubiera dicho, cuando los alistamos para Rusia casi a la fuerza, o esto o pudrirse en Hamburgo. Y se daban unos a otros palmaditas en la espalda porque así, desde su punto de vista, no era para menos, con aquel flanco derecho que estaba literalmente hecho trizas, maizales humeantes llenos de muertos como si alguien se hubiera estado paseando por allí con una máquina de picar carne, los cañones de los Iván dale que te pego y el Segundo Batallón del 326 siempre adelante, recto hacia el enemigo con la que estaba cayendo. Oh, les espagnols. Que son braves, los tíos. Quién nos lo iba a decir, Duchamp. Vivir para ver. Togeadoges, eso es lo. que son. Unos togeadoges.

Por su parte, el Enano no nos quitaba ojo. Cada vez que el humo de las granadas rusas cubría el valle frente a Sbodonovo, arrugaba la frente imperial pegándose el catalejo a la cara, inquieto por la suerte del pequeño batallón solitario que aguantaba el tipo frente a las líneas enemigas donde todos sus enfansdelapatri habían salido por piernas. Ese gesto lo repetía a cada instante, pues aquella mañana los artilleros ruskis quemaban pólvora con estusiasmo, y con tanta granada y tanto raaca-zas-bum y tanto pobieda tovarich en el flanco derecho, había ratos en que el Petit y su Estado Mayor tenían la misma visión del flanco derecho que podía tener una fuente de salmonetes fritos. La verdad es que, desde aquella colina, el panorama del campo de batalla era impresionante: maizales chamuscados que humeaban, filas azules en retirada por la derecha o sosteniendo la línea en el centro y a la izquierda, los campos salpicados de manchitas azules más pequeñas, individuales e inmóviles. Heridos y muertos a punta de pala, dos o tres mil a aquellas alturas del asunto, y todavía quedaba tajo para un buen rato. De pronto los cañones del zar soltaban una andanada en condiciones, las filas azules del 326 desaparecían bajo la humareda y todo el mundo en la colina, bordados y entorchados en pleno del mariscalato imperial, contenía el aliento imitando al fulano de capote gris y enorme sombrero que oteaba el paisaje con el ceño fruncido. Después, un poco de brisa abría claros entre el humo para mostrarles al 326 que proseguía su avance en buen orden, el Petit sonreía un poco, así, a su manera, torciendo la boca como si acabara de confirmar una corazonada, y todos los pechos galoneados en oro, todos los comparsas que lo rodeaban a la espera de un ducado en Holstein, una pensión vitalicia o un enchufe para su yerno en Fontainebleau, suspiraban a coro compartiendo solícitos su alivio, mais oui, Sire, voilà les braves y todo eso.

-Los va-van a de-descuartizar -tartamudeó el general Alaix, resumiendo el pensamiento de los que estaban en la colina.

Alaix era el optimista del Estado Mayor imperial, así que la cosa estaba clara. El 326 tenía por delante menos futuro que María Antonieta la mañana que le cortaron el pelo en la conciergerie. Sin embargo, al oír a Alaix decir aquello, el Enano se puso el catalejo bajo el brazo y apoyó el mentón en un puño, frunciendo el ceño, Era el gesto que siempre ponía para salir en los grabados y ganar batallas, y solía costarle a Francia entre cinco y seis mil muertos y heridos cada vez.

-Hay que hacer algo por esos héroes -dijo por fin- ¡Dupont!

-A la orden, Sire.

-Envíeles un mensaje para que retrocedan honorablemente. No merece la pena que se hagan matar de ese modo... Y usted, Alaix, mándeles a alguien de la División Borderie para que proteja su retirada.

Alaix dudaba en abrir la boca.

-Me te-temo que es imposible, Sire -se aventuró por fin.

-¿Imposible? -el Enano lo miraba con la simpatía de 12 mosquetones en un pelotón de fusilamiento-. Esa palabra no existe en el diccionario.

Alaix, que a pesar de ser general era un tipo leído, miraba al Ilustre, perplejo.

-Yo Ju-Juraría que sí, Sire. Imposible: algo que no es po-posible.

-Le digo que no existe -el Enano fulminaba a Alaix con la mirada-. Y si esa palabra existe, cosa que dudo, va usted a la Academia y me la borra-. ¿Se entera, Alaix?

Alaix ya no estaba perplejo. Ahora se retorcía una patilla con visible angustia.

-Na-naturalmente, Sire.

-Los listillos me repatean el hígado, Alaix.

-Di-disculpe, Sire-el general había pasado ya del estado de angustia al estado viscoso-. Fue un ma-malentendido. Ejem. Un la-lapsus lingüe.

-Por un lapsus parecido a ése trasladé al coronel Coquelon a Sierra Morena, en España. Por allí anda, echando carreras por el monte con los guerrilleros.

-Glu-glups, Sire.

-Bien. ¿Qué pasa con la División Borderie?

-Que el 202 de Línea se lo he-hemos enviado a Ney a reconquistar la gr-gr-granja del Vorosik, Sire.

El Ilustre echó un vistazo en esa direción y soltó entre dientes una de sus maldiciones corsas, algo del tipo mascalzone dil fetuccine de la puttana. Entre las llamas de la granja y la humareda de los maizales, junto al vado del Vorosik se veía algo azul entremezclado con el centelleo de los sables de la caballería cosaca. En ese momento, el 202 de Línea no estaba para reforzar a nadie.

-¿Y qué hay del 34 Ligero?

-Hecho po-polvo, Sire. Ba-bajar, del sesenta por ci-ciento.

-¿Qué me dice del 42 Regimiento de Granaderos a Caballo?

-Eso era ayer por la ma-mañana, Sire. Ahora son gr-granaderos a pie y apenas su-suman una co-compañía.

-Pues hay, que hacer algo. No puedo dejar solos a esos bravos allá abajo. Españoles o no, si luchan bajo la sombra de mis águilas son hijos míos. Y mis hijos -hizo una pausa, y pareció que su mirada aquilina perforaba la humareda de pólvora del flanco derecho- son hijos de Francia.

El mariscalato en pleno mostró su aprobación con los murmullos apropiados. Hijos de Francia, naturalmente. Ése era el término justo. Brillante juego de palabras, Sire. Esa agudeza corsa, etcétera. El Enano cortó en seco el rumor de la claque levantando enérgico una mano.

-¿Alguna sugerencia? -preguntó, echando una mirada circular a los miembros de su Estado Mayor. Todos carraspearon, adoptando gestos graves, igual que si tuviesen las sugerencias a montones en la punta de la lengua, pero nadie dijo esta boca es mía. La última vez que el Ilustre había hecho esa pregunta, en Smolensko, el general Cailloux había aconsejado "una táctica de flanqueo astuta como una zorra". Ejecutando sobre el terreno y encomendada a Cailloux su ejecución, el movimiento había terminado convirtiéndole en una táctica de retirada rápida como una liebre. Ahora, si es que aún continuaba vivo , degradado a capitán, Cailloux seguía un cursillo acelerado de tácticas de flanqueo sobre el terreno y en primera línea. Concretamente, en algún lugar del jodido flanco derecho.

-¡Murat!

El mariscal Murat, rey de Nápoles, emperifollado como para un desfile, se cuadró con un, taconazo. Iba de punta en blanco, con uniforme de húsar y entorchados hasta la bragueta. Se rizaba el pelo con tenacillas y lucía un aro de oro en la oreja. Parecía un gitano guaperas vestido por madame Lulú para hacer de príncipe encantado en una opereta italiana.

-¿Sire?

El Enano hizo un gesto con la mano que sostenía el catalejo, en dirección al humo que en ese momento ocultaba de nuevo las filas azules del 326.

-Piense algo, Murat. Inmediatamente.

-¿Sire?

-Es una orden.

Murat arrugó el entrecejo y se puso a pensar, con visible esfuerzo. Era valiente como un choto joven, y punto. Lo suyo eran las cargas, la masacre, la vorágine. Le había costado mucho hacerse perdonar por el Ilustre su brillante gestión de orden público el Dos de Mayo de 1808 en Madrid. "Esto lo arreglo yo con dos arcabuzazos, Sire", había escrito, eufórico, ese mismo día a las doce de la mañana. Todavía se atragantaba al recordar cómo después, cuando fue a rendir cuentas a su despacho de Fontainebleau, el Enano le había hecho comerse la famosa carta, a pedacitos.

-Estoy esperando, Murat.

El Enano se golpeaba el faldón del capote gris con el catalejo, impaciente, y los generales y mariscales asistían a la escena con mal disimulado regocijo, esperando a ver por dónde se arrancaba el de los rizos. A ver si el niño bonito sugería también una táctica de flanqueo astuta como el pobre Cailloux. Voluntarios ni al rancho, rezaba el viejo dicho de cuartel. A ellos se la iban a dar, viejos chusqueros, con la mili que llevaban a cuestas desde el 92, el que más y el que menos ya era sargento cuando el Petit debutaba en el sitio de Tolon y ellos asaltaban trincheras inglesas a la bayoneta, alonsanfan y todo eso, los buenos tiempos republicanos antes del consulado y el imperio y tanto ascender y amariconarse y echar tripa. Tampoco había llovido desde entonces, ni nada. Quién nos ha visto y quién nos ve, Dufour, ahora con galones y entorchados, mirando el flanco derecho por catalejo, o sea.

-Murat.

-Sí, Sire.

-Sugiera algo de una puñetera vez.

Se daban con el codo los generales, como Cuando el coronel Dupont estuvo a punto de ganarse un paquete a la vuelta del reconocimiento. Lo bueno de esas cosas era que cuando el Petit estaba de malas, el escalafón corría que daba gusto. El secreto estaba en cerrar la boca, la gueule, mon vieux, y pasar desapercibido. Mire a Murat, Lafleur, el rato que está pasando. El Rizos a punto de cargar las plumas. Seguro que sugiere una carga de caballería. Murat siempre está sugiriendo cargas. Tienen la ventaja de que se hacen en línea recta. No hay que calentarse mucho la cabeza, y después uno sale estupendo en los óleos de Meissonier. No hay como una carga de caballería para quedar bien delante del Enano.

-Sugiero una carga, Sire.

Los generales se guiñaban el ojo. Ya se lo dije, Lafleur, etcétera. El ilustre miró un par de segundos a Murat y después señaló hacia la humadera del valle con el pulgar, por encima del hombro.

-Perfecto. Hágalo.

El Rizos tragó saliva, con ruido. Una cosa era sugerir que alguien echara una galopada por el flanco derecho, y otra muy distinta descubrir que era él quien llevaba todas las papeletas en la tómbola.

-¿Perdón?

El Enano lo miró de arriba abajo. Tardó un rato.

-Parece un poco sordo esta mañana Murat. ¿No acaba de proponerme un carga?... Pues suba a su caballo, póngase al frente de unos cuantos escuadrones saque el sable y échele una mano a eso valientes del 326. Ya sabe. Tatarí tatarí Usted tiene práctica en eso.

Murat hizo de tripas corazón, di otro taconazo, se puso el colbac y subió a caballo. A media legua, al otro lado de la colina, estaban Fuckerman con el Cuarto de Húsares y Baisepeu con dos regimientos de caballería pesa da con las corazas y los cascos reluciendo entre la hierba, acero bruñid como un espejo, fróteme eso, Legrand, listo para cubrirse de polvo y de sangre según las ordenanzas. Así que, de perdidos al Vorosik, Murat se fue para ellos con un trotecillo corto y elegante la mano en la cadera y la pelliza bailándole con garbo sobre el hombro izquierdo, con todo el Estado Mayor imperial viéndolo irse, las cosas como son, Laclós, cenutrio y hortera sí que es el tío, pero los lleva bien puestos. Y además, tiene una suerte de cojón de pato. Igual hasta le sale bien la maniobra.

-Conspicua gesta -apuntó el general Donzet- Aunque resulte estéril será hermosa.

Y suspiró hondo, dramático, para la posteridad. Donzet siempre lo hacía todo pensando en la posteridad, un auténtico pelmazo que, por otra parte nunca acertaba un pronóstico. Se escurría el magín durante horas y horas hasta idear una frase lapidaria, y las soltaba, a veces sin venir a cuento, con la secreta esperanza de que alguna terminase figurando en los libros de historia. Es de justicia consignar que lo consiguió, porfin, tres años más tarde, en Waterloo. Aquello de "Wellington está acabado, Sire. Muy mal se nos tiene que dar", lo dijo él. Fino estratega. (Continuará)

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