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Tribuna:Folletín de un año largo
Tribuna
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Parece que fue ayer Capítulo 12

Están ahora los ministros en el mar o la montaña, pero "en contacto": baterías de teléfonos, faxes, secretarios de varias clases, guardaespaldas y viajes -¡tierra, mar y aire!- a Madrid, para los Consejos especiales. Para algunos es algo completamente nuevo, y están ufanos. Saben que tienen que producir "el cambio del cambio", y se aplican bravamente; y se afanan. Los que cambiaron de cargo, los que renuevan el suyo, los mayores de la clase, ya saben que las cosas nunca son tan drásticas.Los datos son los mismos que en el otro agosto: ser iguales quiere decir que son algo peores, porque el tiempo no los ha mejorado. La peseta se des pena, pasa de cuando en cuando por una jornada negra más; la buena mujer sigue adelante. Maastricht agoniza, Europa se disuelve. Pero todo, para ellos, es un poco más blando. Mientras escribo, están preparando el "pacto social": pero los patronos saben ya que perdieron las elecciones -¿para qué se meterían en eso? ¿Quién les engañó? ¿A quiénes quisieron engañar?- y los sindicatos saben que tampoco las han ganado. El presidente vuelve a manejar la semántica como en sus mejores tiempos: no va a hacer "restricciones", sino "recortes". O al revés, ya no sé. Qué más da La realidad progresa por un camino distinto al del lenguaje.

Hay otras cosas más raras. El mundo ya puede decir que odia a los pobres porque son malos: se han vuelto a encontrar el eslabón perdido que unía la maldad con la pobreza. Se había perdido con las nuevas formas de pensamiento, con la teología de la liberación, con el igualitarismo, con el tercermundismo. Ahora ya se sabe que las cosas siguen estando en su sitio y que, como en la vieja y útil frase española, "siempre habrá pobres y ricos". Israel vuelve a asaltar a Líbano: salen otra vez las imágenes espantosas de las madres del Sur, aullando; y los cohetes de la gran técnica rasgando y rompiendo. Se parecen estas estampas, como gotas de agua, a las de Yugoslavia, las de Bagdad, las de Somalia: algunas que llegan de la India, dónde ya casi ni se ruedan. Todos son iguales: al fin y al cabo, todos son musulmanes. Qué destino el de aquel gran mundo: perdió una vez, y sigue perdiendo año tras año, siglo tras siglo. Son derrotas eternas.

Quizá pronto vendrán otras facies a suministrarnos el horror diario que necesitamos para nuestra catarsis. Los chinos: se trafica con ellos por millares, y ya se les da el nombre de esclavos. Los coreanos: Clinton quiere borrar a los del Norte de la faz de la tierra. Los vietnamitas: ya caerán. Todo lo que está pasando es una venganza de la guerra de Vietnam: los nuevos generales del Pentágono la están ganando en otros sitios. Terminarán por volver al gran lugar del suceso. Es una venganza. Hay venganzas. grandes, venganzas pequeñitas y ridículas.

Nosotros: grandes dudas. Claro que odiamos a los pobres, y les echamos al agua, y enseñamos a nuestros compañeros mayores de lo que queda de Europa nuestros triunfos, y nuestros buenos guardias que impiden el paso a los hambrientos que llegan de lejos; y mandamos legionarios y marineros a ayudarles en las guerras contra otros pobres.

Pero ¿no, es verdad que somos pobres nosotros también? Puede que éste sea nuestro descubrimiento del año, y lo hemos acogido con cierta serenidad. Siempre se es el pobre de alguien. El más pedigüeño. Irlanda era el más pobre de todos los europeos en este verano: le han estafado. Ha cambiado sus leyes para parecer rica, ha cubierto con un velo negro su mirada católica para transigir con los divorcios y los abortos; y ahora la dan muy poco. Le quiere quitar algo a Portugal, algo a Grecia. Hay que reconocer que el mérito de Felipe González y de sus colaboradores europeístas -Solana, Westendorp- ha conseguido seis billones d6pesetas de los fondos de cooperación. Lo hemos contado con alguna satisfacción: también resulta que se es el rico de otros, hasta dentro de Europa. Pero ¿qué va a pasar? Los folletines están llenos, siempre, de estas interrogantes.

A mí lo que me preocupa es la atonía de la sociedad española: hay más que en otros países. Es sociedad de poca lectura; y la televisión, ya más privada que pública -y la pública se privatiza en el sentido de que entra en la concurrencia comercial, en la caza del oyente más tonto y del anunciante que cree que vende más fácilmente al más tonto-, reduce sus límites: sin escrúpulos. Ya nadie que crea que puede vender algo los tiene.

Si la televisión se empobrece, el teatro agoniza, el cine agoniza. No pretendo decir que ésas son formas de agonía: hay crisis constructivas, y estas artes se están fundiendo, se están renovando. Este año han perdido la palabra. Mueren de miedo: como nosotros en Bruselas, en Washington: miedo de que no les den todo el dinero que necesitan para seguir dando de comer a sus trabajadores. Agonizan en sus formas actuales por la mezquindad, por la avaricia, por la codicia de unas subvenciones que han ido matando su alma, como en los viejos cuentos morales. Han perdido el contacto con la realidad. A veces surge el fulgor de algo, de una película o de una comedia: no crean consecuencias. Felizmente, entontecida por una sociedad que tenía miedo de entontecerse ella por la televisión, esa pantalla es la única que está haciendo algo en masa: es la única proveedora de un mundo antiguo de cine, dentro del cual todavía hay una belleza, una sensibilidad, un sentimiento.

No cambiarán esas artes mientras la sociedad no cambie; mientras no sea capaz de alterarse por algo más que Induráin: este año como el otro; o por copas de fútbol, por las ligas o no se sabe qué cosas que pueden aparecer mezcladas con personajes turbios de este y de otros años: parece que fue ayer para Gil y Gil, para Ruiz-Mateos. Es curioso que muchos de éstos vayan a parar al deporte: antes caían sobre el cine y el teatro. Ahora, ni en las televisiones privadas.

Fuera de estos sobresaltos de temporada (¿cómo no se cansarán?, ¿cómo no sentirán la fatiga intelectual de esas competiciones?), de estas cuestiones & camisetas amarillas, o rayadas o blancas o como sean (siempre que sean de hombres; y sudadas), esta gente no se despierta. A mí me ha preocupado mucho el fenómeno de la unanimidad; hasta el de la mera dualidad en las elecciones, y ya he dicho que me parecía un fenómeno de regreso, de repetición de lo antiguo. Es el único país que, en este tiempo que damos hoy como pasado, ha aceptado con unanimidad algunos de los movimientos más terribles del mundo en los que ha participado moralmente: la guerra del Golfo, la invasión de Somalia, la partición y matanza de Yugoslavia. Un país donde los medios de comunicación, los columnistas, los que debaten en las tertulias de las radios, los filósofos, los ensayistas, los catedráticos y los jubilados en los bancos públicos mantienen cada día una guerra de sectas y unos arreglos de cuentas que los lectores no alcanzan a comprender; y, sin embargo, todos ellos aceptan sin mover un dedo lírico o mental estos grandes sucesos, nuestra participación en ellos y nuestra solidaridad imperial. Es un país que no se conmueve, ni ríe ni llora, cuando su rey habla directamente con un ídolo de piedra para que resuelva algunas cosas inquietantes: y está extraña acción ha sucedido ahora mismo, hace menos de un mes.

No estoy seguro de que, en el fondo, no sea todo un signo de una inteligencia superior: una forma de desentenderse de lo inevitable, del eterno retorno, de lo que no tiene por qué afectarle. Una forma de desprecio por lo superior. España es un país demasiado inteligente, que advierte las cosas antes, de que lleguen. Instinto de muchos siglos de pobreza y angustia. Advirtió antes que ningún país que el comunismo se hundía, y desertó el suyo; España dejó de ser católica entonces, cuando ya lo advirtió y lo. explicó Azaña (los movimientos posteriores son de reacción); y ahora ha sido la primera nación de Europa (si exceptuamos el magisterio de Italia) en servir al dinero, al capital, al racismo, al nuevo orden y a la supervivencia del más fuerte, en el sentido en el que la definía Darwin y en tomo al cual nació el librecambismo y el capitalismo. Italia lucha; hay gentes que se suicidan, partidos que se hunden, ligas que repican las campanas. España ya sabe que da igual. No si ahora este país atónito, poco leído, entusiasta por las camisetas, reunido a las puertas de sus casas en los pueblos o en las de los bares y las tabernas en las capitales, sabe mejor que sus pensadores lo inútil que es tratar de influir en ciertas cosas sobre las que no tiene poder. La "soberanía del pueblo" es una frase de discurso viejo que ya no tiene sentido. Probablemente no tenía ya demasiado cuando la defendía Lincoln en el discurso de Gettysburg: frases para una, guerra civil.

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