Churras con merinas
LA LUCHA contra la droga es un asunto muy serio como para que los problemas que plantea se utilicen como plataforma de lucimientos personales o de peleas competenciales entre órganos de la Administración que, de una u otra forma, están implicados en esa tarea. De ello ha habido más de lo necesario en la forma de abordar la coordinación de las fuerzas policiales encargadas dé la represión del narcotráfico a raíz del nombramiento del ex juez Baltasar Garzón al frente del Plan Nacional sobre la Droga con la categoría de secretario de Estado, en lugar de la de subsecretario, como hasta ahora.La lucha contra la delincuencia en general, y contra la organizada en particular, plantea a veces graves problemas de coordinación entre los distintos cuerpos policiales. Estos problemas se agudizan, como es lógico, en el caso del narcotráfico. La mayor organización de las mafias que se dedican a ese criminal negocio, los poderosos medios de que disponen, la cobertura con que cuentan, obligan en contrapartida al máximo esfuerzo, entrega y coordinación de todo el aparato del Estado dedicado a su represión: de la policía, en primer término, pero también de los jueces y fiscales. Sin embargo, la realidad muestra que con demasiada frecuencia cuestiones meramente burocráticas, celos corporativos o absurdas guerras de competencias restan eficacia a esta lucha de capital importancia para el Estado y la sociedad.
El problema, pues, existe. El Gobierno lo conoce. Los responsables policiales, además de conocerlo, lo viven. La sociedad y las víctimas del narcotráfico lo padecen. La cuestión, entonces, es querer resolverlo, pero haciéndolo según patrones racionales, acordes con la realidad del problema.
Cuando en 1984 el Gobierno creó la Fiscalía Especial Antidroga (su nombre oficial es el de Fiscalía Especial para la Coordinación de las Actividades Relacionadas con el Tráfico Ilegal de Drogas) pareció que se pretendía resolver ese problema de coordinación, desde la institución que se juzgaba más adecuada: el ministerio fiscal. La propia configuración de la Fiscalía Especial Antidroga como poder decisorio en la tarea de "dirigir, planificar y estimular la acción policial encaminada a la investigación del tráfico ilegal de drogas" ilustraba claramente ese propósito sobre el papel. Pero en la práctica las cosas fueron muy distintas: las resistencias corporativas impidieron que esa fiscalía especial fuera algo más que una simple oficina coordinadora de los procecos penales abiertos contra la droga en el ámbito estatal.
Tampoco la posterior creación de la Delegación del Gobierno en el Plan Nacional sobre la Droga resolvió el problema, ni tenía por qué. Su fin era otro y al menos igual de importante: coordinar los esfuerzos de las administraciones públicas en el amplio y difícil campo de la ayuda a los drogodependientes.
Resulta, pues, lógico que resurja un problema que lleva años enquistado. Y hay que felicitarse de que alguien esté dispuesto a resolverlo mientras otros sólo parecen querer que las cosas sigan como están. Lo que no está claro es el modelo de solución que se propone. Hacer una amalgama del Plan Nacional sobre la Droga, destinado a sus víctimas, con labores de coordinación de las fuerzas represoras del narcotráfico sería tanto como mezclar churras cono merinas. Se correría el riesgo, además, de desnaturalizar dos tareas a cual más importante o de dejar en segundo término la menos brillante y quizá más laboriosa en beneficio de la más espectacular.
La experiencia demuestra que no bastan los meros contactos horizontales de los mandos para coordinar de manera eficaz la lucha policial contra la droga. Se necesita que el poder decisorio resida en un órgano distinto y superior. Pero éste órgano debería ser capaz de dar a la lucha contra el narcotráfico la eficiencia y la calidad exigibles ante los tribunales. Habría más acierto en los procedimientos empleados y en las pruebas obtenidas. Y el éxito sería mayor. Ese órgano ya existe; no es necesario inventar otro. Se llama Fiscalía Especial Antidroga.
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