Elogio de la destrucción
El viernes 23 de julio, en el muy lujoso palacio milanés de Belgioioso, Raul Gardini se disparó con una PPK (siglas alemanas de la pistola de la policía criminal y de James Bond), calibre 7,65, un tiro en la sien derecha. La bala le atravesó el cerebro, pero el hombre de negocios, el gran patrón del grupo Ferruzzi-Montedison, agonizaba aún cuando entró en su habitación, alertado por la secretaria privada del predifunto, su mayordomo, Franco Brunetti.En el lecho, un par de periódicos del día quedaron abiertos en las páginas donde se reproducían las declaraciones de Giuseppe Garofano, llamado también El Cardenal, recién extradido desde Ginebra, presunto miembro distinguido del Opus Dei, cuyo cante cerraba a Gardini el paso a todo aceptable futuro. Porque el futuro del difunto sólo podía tener el color del éxito.
El final del acto es teatral, cinematográfico, televisivo; todo lo que se quiera, menos argumento propicio para invocar ante la justicia la humanidad, como hace el emérito obispo de Ravenna, monseñor Ersilio Tonini, ignorando, al parecer, cuántas centenares de auténticas muertes por falta real de humanidad se producen diariamente en el mundo. El venerable Tonini se apesadumbra, en este caso, selectivamente. Necesita para percibir la falta de humanidad, de haberla habido, que el problema afecte a una brillante figura de las finanzas privadas italianas.
Garofano, el gordo señor del Opus, ex presidente de Montedison, ha seguido siendo de un transparente cinismo: 100.000 millones de liras fueron distribuidos por Montedison en favor de Enimont entre Ios máximos exponentes de los partidos de Gobierno", ha explicado el craso financiero a los jueces de la investigación Mani pulite.
El suicidio de Gardini ha conmovido a la opinión italiana, dicen. ¿Qué opinión?, me pregunto. ¿La opinión de los italianos o la de los iguales, afines o próximos del difunto?
Según un hábito extremadamente irracional, la muerte de alguien nos inclina a suspender cualquier juicio adverso sobre su vida. La muerte próxima, se entiende. Las muertes de la historia más o menos remota no surten el mismo efecto. De ahí podría deducirse con bastante fundamento que nuestra actitud, falsamente ética, responde sólo a un burdo reflejo de autocompasión.
Es claro que la muerte no existe, dice un texto famoso de Epicuro, la Carta a Meneceo, que, curiosamente" ha sido un best seller en Italia en los últimos tiempos. "Mientras vivimos, la muerte no existe; cuando llega a existir, no existimos ya nosotros. Nada es, por consiguiente, ni para los vivos ni para los muertos".
El suicidio de Gardini sella una vida. No hay por qué no respetarlo como acto individual. No es particularmente respetable, en cambio, como evasión o negativa a asumir la responsabilidad que a toda persona incumbe ante la comunidad sobre cuyas espaldas ha vivido.
Gianni Vattimo, cuya reflexión ética suele parecerme un modelo de conformismo, entiende que los posibles elementos de culpa atribuibles -no atribuidos aún- a Gardini por la justicia están todavía por probar. En el caso de Gardini, me parece transparente la cuestión moral del suicidio. Prueba éste la realidad de los elementos de culpa, cuya fundada atribución el suicida espera. No está dispuesto el difunto a soportar dicha atribución ni la condena que de ella puede, en justicia, derivarse. Corta, pues, la cadena de la responsabilidad natural con la muerte provocada.
Todavía, en el contexto de estos suicidos de la Italia estival, se le ocurre a Vattimo evocar el suicidio de Sócrates. Asombrosa evocación. Sócrates, al suicidarse, cumple una condena, y cumpliéndola -no eludiéndola- denuncia la irracionalidad de la ley. El financiero de Ravenna no cumple condena alguna, sino que, al eludir la posibilidad de ésta, da prueba palmaria de su merecimiento. No denuncia la ley: la justifica.
"Italia es un lugar donde las cosas ocurren antes que en otros sitios", ha dicho en las páginas de este mismo periódico (17 de julio de 1993) el sociólogo Francesco Alberoni. Compartimos esa opinión.
Desde el Renacimiento por lo menos, y en particular desde la aparición de ese breve libro de gigantesca y no agotada resonancia que es El príncipe, Italia ha de entenderse, en la teoría y en la práctica, como un laboratorio de lo político. Ante el proceso de descarada consolidación de la partitocracia y la ulterior y vertiginosa caída de ésta en el vacío, me pregunte quién podrá rasgarse las vestiduras en vez de poner sus propias barbas en remojo.
La falta de aportación popular o ciudadana a los partidos -que representan el poder escasamente controlable de unos pocos, la oligarquía del aparato- hace que éstos hayan de recurrir a la financiación ilegal, a las tangenti. Entramos así en una nueva -y viciosa- concepción de la ciudad: la tangentopolis, en la que, ciertamente, las estructuras de partido pierden consenso.
En las últimas elecciones españolas hemos asistido al estrepitoso (y hartamente merecido) derrumbe de un aparato y al triunfo, en la recta final, de un líder que, para no dar su brazo demasiado a torcer, habla del "cambio sobre el cambio", expresión de sibilina apariencia que, en el fondo, no quiere decir más que había habido antes un cambio insuficiente o seminulo (qué cómica, por ejemplo, la apreciación hecha por el alcalde de Barcelona de la existencia de una presunta ópera en Almería como señal de cambio) y que se impone ahora un cambio de verdad.
En Italia, un sistema político vetusto y desgastado está siendo destruido. En el eje de tal proceso de destrucción está la disolución de los vínculos -ya insoterrables- entre poder político y la disolución del clientelismo (tan grave todavía en algunas autonomías españolas). Ese proceso de destrucción es una terapia indispensable contra los desmedidos y ocultadores optimismos del fin de la historia o del triunfo del sistema que nos engloba sobre otro sistema recién desvanecido.
El sistema cuyo infundado triunfo se presume no necesita antagonistas para mostrar su inherente putrefacción. Por el contrario, ésta será tanto más visible cuanto menos antagonistas haya. La socialdemocracia busca el centro porque la izquierda (inexistente) ya no la justifica. Hoy el centro hace figura -tanto para la derecha como para la ex izquierda- de tabla de salvación. ¿Salvación de qué? De la desaparición de los dinosaurios, del hundimiento del providencial antagonista, cuya referencia justificaba o hacía intocables tantas cosas. Políticamente, somos hijos de esa desaparición.
Evaporado el antagonista, Estados Unidos, representantes máximos del sistema han quedado más que nunca al desnudo con los seudovalores que fundan su moral del éxito, del poder y del dinero. No porque el modelo se haya multiplicado resulta más aceptable. En realidad, no hay modelo. Por fortuna. Es la conciencia de esa falta la que puede ser raíz de creatividad político-social.
Sé perfectamente que este tipo de consideración no gusta en las esferas que siguen llevando de facto la batuta. Pero esas esferas -tan impermeables, al menos hasta ahora, entre nosotros- no tendrán más remedio que acostumbrarse a digerir la opinión no grata. E incluso a agradecerla. De lo contrario, serán desplazadas a su vez. Los conformismos no generan sustentáculos o apoyos duraderos. Advertir tan simple hecho ¿puede ser, tal vez, uno de los factores centrales del hipercambio previsto por nuestras cúpulas políticas?
es escritor.
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