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Desastre en la tierra de Huckeberry Finn

La crecida del Misisipí arrasa Hannibal, la ciudad en la que creció el escritor Mark Twain

El reverendo Tim Goodman, de Hannibal, en el Estado norteamericano, de Misuri, ha pedido a sus parroquianos que no le echen la culpa a Dios por las lluvias que han hundido sus casas y sus cosechas y han convertido el gran río Misisipí en un inmenso y maloliente lago. Pero sólo Dios sabe de la rabia contenida de decenas de miles de hombres y mujeres a los que las aguas les han arrebatado su pasado. La crecida de 1993 del padre de todas -las aguas ya empieza a ser considerada como una de las mayores catástrofes naturales de la historia de EE UU.La ciudad donde creció Mark Twain, el célebre autor de Las aventuras de Huckleberry Finn, vive en un suspiro mientras vigila el dique que protege la casa del autor y el resto de los lugares en los que se inspiró para escribir su libro, que es como El Quijote de los norteamericanos. Si este dique se rompe, una parte de Twain quedará bajo las aguas.

El desastre ha desplazado de sus hogares a 30.000 personas que residían en las orillas del legendario río. A lo largo de miles de kilómetros, cadenas humanas han transportado tierra para frenar un torrente de agua que trataba de volver a un cauce que no había ocupado en centenares de años. No ha dejado de llover todavía, y las estimaciones empiezan a apuntar que llegarán las nieves antes de que se empiece a recuperar la normalidad. En los márgenes de este río, que tiene 52 afluentes navegables, todo es húmedo: el sudor, la lluvia y las lágrimas de los ciudadanos que viven con el agua por los tobillos y la esperanza por los suelos.

"Estoy cansado de esperar", dice el marine Bill Hudnale, que lleva tres semanas en el albergue tras ser evacuado de su casa junto a su mujer y sus dos hijos. "A veces deseo que el muro de contención reviente de una vez y me libere de la tensión de la espera", explica. Sin embargo, si el muro cede, una extensión de 83 kilómetros de largo por 13 de ancho quedará sumergida por las aguas a la altura de Hannibal del lado de Illinois. La zona quedará anegada por el agua, al igual que la confluencia del río Misuri y el Misisipí a la entrada de Saint Louis, que se ha convertido en el sexto lago norteamericano.

El aire huele a podrido y el ruido de los insectos ha sustituido al de los pájaros. El caudal del Misisipí, 25 veces superior al del Rin, se ha multiplicado por tres en las últimas semanas, y sus aguas fangosas arrastran a gran velocidad desechos de lo que fueron hogares, y cadáveres de animales ahogados por la crecida.

"Mi abuela y mi padre me habían contado, de niño, historias que sucedían a lo largo del poderoso Misisipí, ahora mi hijo empieza a llamarle la bestia", explica Bill Hudnale, tercera generación de una familia nacida al borde de estas aguas. Bill Hudnale, que lleva sangre india, es una de los centenares de miles de personas aisladas a una orilla del río. Con el cierre de los puentes tan sólo hay un lugar de cruce entre Illinois y Misuri en 300 kilómetros de distancia.

Los enormes barcos de vapor que el propio Twain pilotó durante años permanecen a flote, más de un metro por encima de su nivel habitual, y la cueva de Tom Sawyer está aislada por el agua. El campo de béisbol, el silo y decenas de casas se adivinan por sus tejados en medio de lo que, más que a un río, se asemeja a un lago. El pueblo ha perdido ese encanto romántico y turístico que ganó por ser el marco de la infancia de Tom Saywer. El mismo río que transforma al patán sin educación de Huckleberry Finn en un prototipo de norteamericano es en estos días el escenario de la puesta a prueba del espíritu de solidaridad.

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La batalla contra la riada se desarrolla en el corazón de Estados Unidos, en la cuenca del río conocido por el sobrenombre de Cuerpo de la. Nación. El fértil valle del Misisipí, tan extenso que en él cabría España cinco veces, se ha convertido, en nueve Estados, en un lugar de desesperación. El Congreso ha establecido 2.000 millones de dólares (unas 270.000 millones de pesetas) de ayuda de emergencia, que servirá, fundamentalmente, para reparar carreteras y servicios públicos. La furia de las aguas ha atraído a miles de voluntarios para luchar contra la fuerza de la naturaleza, alentados por el presidente Bill Clinton, que interrumpió sus vacaciones en Hawai para visitar por segunda vez parte de los nueve Estados afectados.

El sudor de los centenares de voluntarios movilizados por el Ejército de Salvación, la Cruz Roja o la Guardia Nacional se ha mezclado con el de los presos de Illinois que se ofrecieron a colaborar cargando bolsas de arena para frenar las aguas. El músculo de la América que conquistó las praderas se ha puesto en marcha para tratar de recuperarse lo mejor y lo antes posible de unas pérdidas estimadas en 10.000 millones de dólares (unos 1,3 billones de pesetas).

Gimnasios, hospitales e iglesias se transforman en horas en albergues u oficinas para presentar solicitudes para recibir ayuda económica. El Gobierno ha puesto en marcha un teléfono gratuito para efectuar las reclamaciones sin necesidad de desplazarse. El proceso dura 10 minutos. El multimillonario tejano y ex candidato presidencial Ross Perot ha entregado un millón de dólares "para dar ejemplo" y dará otro más si sus conciudadanos responden a su llamada. Otros norteamericanos menos favorecidos han ofrecido lo único que pueden.

Andrea Scottek es una secretaria en paro que ha venido desde Michigan para "echar una mano". Tiene 30 años y "todo el tiempo del inundo" desde que se quedó sin empleo. Se enteró por televisión de la catástrofe y al día siguiente se apuntó como voluntaria. El Ejército de Salvación le paga un motel durante una semana, el tiempo máximo permitido a cada voluntario para evitar un excesivo "desgaste emocional". Andrea se levanta a las seis de la mañana y hasta la caída de la noche reparte comida. "La gente rompe a llorar a menudo, pero creo que la magnitud de la tragedia les consuela de alguna Manera. Es la fuerza de la naturaleza algo más fuerte que ellos, más fuerte que 30.000 personas y más fuerte que el presidente de Estados Unidos", explica.

"El agua es un enemigo menos impactante que el viento, pero más dañino", explica Don Yalton, un profesional contratado por Iglesias de Cristo para organizar el auxilio en 22 catástrofes de todo el mundo. "El huracán cae tan de golpe como desaparece; lo mismo ocurre con los terremotos. El agua es mucho más irreal, tarda días en crecer, pero cuando lo hace y cubre un área no permite siquiera presenciar los daños", explica Yalton, que ha venido hasta Misuri acompañado de su hijo.

Martin Glennon luce un bronceado de campo de golf y sonrisa de galán maduro. El piloto, de 52 años, retirado de las líneas aéreas Eastern, lleva años apuntado a las listas de la Agencia Federal para Emergencias, la misma asociación que centraliza las ayudas. El 5 de julio, una semana antes de ser enviado a Hannibal, recibió una llamada por teléfono para que se preparara a acudir a la zona de la catástrofe. "La gente necesita de la gente, y es bueno sentirse útil", explica. En esta iglesia desmantelada, convertida en Oficina de Ayuda contra el Desastre, trabajan, junto con Martin, un bombero cojo, varias amas de casa, abogadas y jubilados que coordinan los esfuerzos para ayudar a estos seres embarruntados y con el pelo revuelto que llevan en los ojos la marca de la riada.

Ésta es la tragedia de la América blanca y puritana, que contiene las lágrimas por pudor y finge optimismo ante las dificultades. Responden a las preguntas de los oficinistas escuetamente, pero de repente estallan a llorar por unos segundos y, rápidamente, se recomponen y siguen incólumes -con el procedimiento.

En el albergue colindante, una mujer se abraza a un álbum de fotos con la mirada perdida. Las fotos familiares parecen ser la elección primera de todas estas víctimas que han querido proteger su pasado en su huida del amenazado hogar. "Lo primero que empaquetamos fueron los álbumes de fotos y los cuadros", explica el albañil Dana Foules, que ha visto sumergirse la casa que acabó de pagar hace dos años. "Es lo único irreemplazable". Foules pasa de la rabia al optimismo cuando relata cómo trataron de contener con vallas de arena la subida del agua, hasta que de la noche a lamañana el río Misisipí atravesó medio kilómetro de distancia y llegó hasta su puerta. Cuando puedan volver al único hogar que han tenido, los cinco miembros de la familia Foules encontrar.11n todos sus muebles reventadas por la humedad, las paredes agrietadas y enmohecidas, los electrodomésticos inservibles, la moqueta llena de barro y basura y un fuerte olor a pescado que tardará meses en desaparecer. Eso, suponiendo que los cimientos no hayan cedido y la casa navegue en estos momentos corriente abajo.

Otras víctimas más iracundas colocan paticartas contra el alcalde, el gobernador o el presidente por no haber dotado de mayores previsiones contra la subida, pero los Foules prefieren culpar "a la fuerza de la naturaleza, que es incontrolable". En un país donde el huracán Andrew arrastra 16 millones de pérdidas tras su paso por Florida y el terremoto de California de 1989 mata a 64 personas, los ciudadanos están preparados para admitir que la furia de los fenómenos naturales está hecha a escala de las dimensiones de su país.

Vivir en el margen del Misisipí ha sido siempre símbolo de prosperidad.

Mark Twain cuenta en uno de sus libros que las aguas del río son tan ricas que el maíz podría crecer en los estómagos de los que las beben. "Si observas los cementerios del país, verás que los árboles no crecen cerca de las tumbas de Cincinnati, pero acércate a Saint Louis y verás como crecen hasta más de tres metros de altura. La razón está en el agua que beben de por vida los que allí reposan", escribió el periodista, capitán de barco de vapor y escritor para puntualizar las virtudes fertilizantes del río qué le crió.

Esta gigantesca riada ha acabado también con ese mito de fertilidad. La corriente está arrastrando fertilizantes químicos, cuerpos de animales muertos y excrementos que hacen que su simple contacto con heridas abiertas contamine. El río que descubrió De Soto en 1542 y que da agua a 28 Estados norteamericanos está cargado de bacterias, y pese a su flujo está dejando sin agua potable a ciudades y centenares de millares de ciudadanos. El supermercado Kinart, de Granite City, vendió el pasado fin de semana toda el agua que tenía. "Mi marido se puso a vomitar porque intentó enjuagarse los dientes con el agua del grifo", se lamenta la anciana que, a pesar de ir perfectamente maquillada, reconoce no haberse duchado en una semana.

El Misisipí mítico, donde princesas indias se suicidaban antes que sucumbir al hombre blanco y esclavos negros cruzaban a nado para llegar a un Estado abolicionista, tiene una larga lista de inundaciones a sus espaldas.

Desde el final de la guerra civil norteamericana, los habitantes del Misisipí han tratado de construir diques para contener las crecidas y proteger sus propiedades. Sus esfuerzos no impidieron que en la riada de 1937 250 personas fallecieran. El número de bajas se redujo hasta 23 en 1973, cuando la zona sufrió la que se consideraba como una de las mayores riadas del presente siglo.

El Cuerpo de Ingenieros del Ejército se puso a construir diques calculando que tenían que soportar una riada "de las que sólo ocurren cada 500 años", es decir, calculando un índice de probabilidad del 0,20% anual. Dos décadas después de la riada de 1973, el río vuelve a desbocarse y, aunque gran parte de los diques construidos por el Ejército han resistido, los construidos por los ciudadanos han sucumbido ante las aguas. Ahora los grupos ecologistas hacen Ramadas públicas para que se permita que el Misisipí vuelva a su cauce y se deje de tratar de ganar tierra al padre de todas las aguas.

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