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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El reparto del pastel

LOS MÁS pobres pueden ser los más insolidarios y crueles cuando se trata de arrebatar el mendrugo de pan al vecino hambriento. En tiempos de recesión y necesidad, todo reparto de recursos se convierte en un espectáculo en el que brillan las peores facetas de la naturaleza humana. Así ocurrió ayer en el Consejo de Ministros de la Comunidad Europea, en la sesión final, en que se repartieron los fondos estructurales hasta el año 1999, es decir, las ayudas salidas del presupuesto europeo con destino a las regiones de menor renta o a las zonas azotadas por reconversiones y por el paro.Ni que decir tiene que esta decisión constituye una de las más trascendentes de cuantas ha tomado la CE en su historia, tanto por la envergadura de las ayudas -más de 21 billones de pesetas, equiparable al Plan Marshall- como por el contenido político de una redistribución de tales dimensiones, en la que se proyecta una auténtica voluntad europeísta que quiere reequilibrar el territorio de la CE, redistribuir la renta y procurar unas condiciones de vida dignas y justas a todos sus ciudadanos. Nunca la CE, hasta la aprobación de este paquete Financiero, había contado con medios tan sólidos si no era para realizar su criticada y criticable subvención a la sobreproducción agraria.

No deja de ser lamentable que un acto de tal envergadura como es la aprobación de estos fondos haya quedado empequeñecido por las rencillas e ideas de campanario de buen número de los políticos europeos. Esto ha sido así no sólo en el envite final de la madrugada de ayer. Ocurrió también en el Parlamento Europeo, instancia electiva que tenía mucho que decir en cuestión de redistribución y solidaridad, y que ha dejado deslizar sus preocupaciones hacia el localismo más desenfrenado. Nadie puede quejarse, pues, de que los ministros encargados de cortar la tarta en la noche final no hayan ido mucho más lejos en grandeza de espíritu que el resto de quienes han participado en el debate.

El caso es que lo que debía ser el acto de mayor demostración de solidaridad europea de la historia comunitaria ha trascendido como un espectáculo de mezquindad. Algo que debía acercar al ciudadano a sus instituciones ha servido para demostrar hasta dónde pueden llegar el doble lenguaje, la hipocresía y la ocultación de los datos: el Consejo ha aprobado unos textos legales y por debajo de la mesa se han negociado los montantes de las ayudas; se ha conseguido el consenso, pero se ha facilitado la presentación demagógica ante las opiniones públicas de victorias cuanto menos dudosas.

Simultáneamente, unos y otros han hecho gala de su escaso apego a las decisiones tomadas y a los compromisos adquiridos, algo que, en estricta justicia, no suele practicar España dentro de la CE. Así, a los criterios acordados en el Consejo Europeo de Edimburgo se quiso añadir de matute la continuidad y los antecedentes para salvar la densidad del chorro de ayudas recibido tradicionalmente por Irlanda.

Los cuatro países llamados de la cohesión (España, Portugal, Grecia e Irlanda) han demostrado que, cuando quieren, también pueden alcanzar idénticos niveles de saña antieuropea y egoísta, y que su caudal destructivo-autodestructivo es similar al de las antiguas grandes potencias. Viene a decirnos todo ello que si la impotencia de la CE ante la guerra en la ex Yugoslavia no hubiera demostrado suficientemente el colosal fracaso de los europeos, la propia CE habría hallado, posiblemente, algún buen motivo en el que arruinar sus esperanzas. El de los fondos lo pudo ser, y, una vez más, por fortuna y, por qué no decirlo, también por la acción paciente y hábil de algunos políticos, no lo ha sido. Sería bueno que algún día aprendiéramos de una vez.

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