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De siestas y calvinismos

A Rafael Sánchez FerlosioMe parece a mí que europeos, lo que se dice europeos aquí, en esta vieja piel de toro, nos sentimos casi todos. Pero como por el cielo de las abstracciones todos los picos tienen el nítido y geométrico perfil del Teide, es preciso tomar tierra, con lo que la cuestión se empieza a enredar. Porque es evidente que no puede ser la misma Europa aquella cuya cohesión pretende acelerar ahora el señor Balladur y sus conmilitones que la que subyace en el proyecto de un supuesto y esperemos que consolidado grupo parlamentario socialista o de izquierdas en el Parlamento de Estrasburgo.

Y ya dentro de ese bloque europeo, que tantas incógnitas, reticencias, grietas, eventuales ampliaciones (¿hasta dónde?), líderazgos y hasta idiomas a emplear plantea y baraja, y en lo tocante al rubro de la cultura, que es en lo que algunos estamos con mayores o menores merecimientos y visibilidad, no creo que esté de más recordar que si malo era el infame "España es diferente", eslogan turístico y éste sí que claramente "pedigüeño" de la dictadura, no parece preferible un tan irreflexivo como inverosímil diseño cultural comunitario que no conduzca sino a un amontonamiento heteróclito y cacofónico de tesorazos o tesoritos, nombres, lenguajes y estilos de los que los europeos tenemos para amueblar hasta la asfixia los hogares con ínfulas de media humanidad con capacidad de pago.

Ahí, los franceses, por ejemplo, tan desnortados en otros terrenos, se me antoja que lo tienen más claro que nosotros, así como otros ciudadanos, parlamentarios y gobernantes de Europa, a la hora de negarse a que su acervo más vivo y vivificante ingrese en la hormigonera sin garantía alguna de que el resultado no pare en un guisote intragable, incluso con la mejor voluntad y las narices tapadas. Los valores autóctonos se adecuarán, y será admirable cuando lo hagan, por su propio impulso y conformación. Cuando no sea así, cuando sean precisos fórceps tan desaconsejables como el célebre lecho de Procusto o el siniestro ajuste de la bota malaya, lo mejor será renunciar y que cada cual conserve sus gestualidades y signos, no siempre perversos o negligibles, aunque en ocasiones inincorporables al voluntarioso puzzle que se tratara -que se trata- de articular.

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En nombre de ninguna fe europeísta nos podrán a muchos convencer de que tengan que ceder los muy respetables hechos de cultura que suponen, por ejemplo, el gozo de cocinar con aceite de oliva, la devoción a la siesta o a los toros o a determinada alacridad que liga a las mil maravillas con un estilo de vida donde son valores innegociables lo pausado, lo tertuliano, lo comunitario y lo musarañero. Valores éstos cada día más en baja, para nuestra desgracia, y que habría que proteger como se hace con las especies animales amenazadas. Refiriéndome ahora a experiencias propias, si bien de hace un par de decenios, habría que poner en el otro platillo de la balanza, y resultaría falto, verbigracia, la cominería, la mezquindad y el puritanismo que, no me cabe duda, enmascaraba una xenofobia galopante, de cierta nada inusual dama madura y con horrendo sombrerito de flores, la cual me obligó a abandonar un banco de madera, cuando se encontraban libres más de una docena, en cierto parque de Copenhague, donde un servidor daba una cabezada tras el almuerzo, tendido y apoyada la cabeza en el regazo cálido y cubierto de airosa y muy decente falda de una maravillosa mujer.

Y es que a la cultura (y también a la cultura antropológica e histórica, que si se escribe con garbo suficiente es siempre una obra de arte), que por definición no lo necesita para que sus productos sean valiosos y permanentes, tampoco le viene mal, le estropea el gesto ni le pone espinillas en el cutis cierto complemento de saludable eticidad.

He estado últimamente curioseando en una remota y agotada biografía de Valle-Inclán publicada por el periodista español exiliado Francisco Madrid en Buenos Aires y en 1944, que no estaría de más reeditar. Su autor recoge allí un curioso testimonio, reproducido también por el hispanista Dru Dougherty, en su recopilación de entrevistas y conferencias Un Valle-Inclán olvidado, que consiste en un resumen de cierta intervención que don Ramón hizo en el Casino de Madrid corriendo los primeros días de marzo de 1932. Allí, el gran rebelde, del todo alejado de su legitimismo inicial y, con las confusiones y contradicciones que se quieran, alineado en actitudes de izquierda de coloración libertaria, terminó su disertación así: "España es una fuerza ética. Séneca era un granuja; pero se entusiasmaba con el bien. Quevedo no era una doncellica tampoco, y escribió terribles epístolas morales, 'castigos y ejemplos'. El furor ético es la característica de España. (...) Por el furor ético abdicó Carlos IV, porque el español no quería saber que su reina andaba en frivolidades. El furor ético redactó el documento de destronamiento de Isabel II. La última revolución española ha sido una sanción ética".

Si Valle hubiera podido, por arte de magia, avizorar el futuro español, es muy posible que colocara, en ese friso de ejemplos, desde la escalofriante despedida floral de las Brigadas Internacionales en Barcelona corriendo el otoño de 1938 hasta la huelga general que triunfó, como aldabonazo ético, a mi juicio, el 14 de diciembre de 1988. Y ¿por qué no ser francos? incluso determinadas catilinarias que en la última campaña electoral, candidatos de formaciones por su derecha (aunque ésta tenía el tejado de vidrio) y por su izquierda le han administrado al PSOE.

Argumentos en contra que esgrimieran el arcaísmo o la rémora católica en Valle-Inclán nos llevarían en la respuesta demasiado lejos. Entre otras cosas sería preciso cuestionar, por ejemplo, el capcioso apunte de la mala relación del español con el dinero, especie que a modo de reproche se esgrimió no hace demasiado por algún intelectual nuestro, agnóstico de siempre, aunque acaso protestantizado en exceso en su madurez. Bastaría con contrarreplicar, en este caso, que no todo el sentido residual de justicia que planea en el cristianismo evangélico ha de pagar peaje o circular por fuerza entre las sayas de los clérigos, ya fueran éstas las de blancura inmaculada que tanto airea el obispo de Roma durante sus célebres shows mundiales, entre ósculo y ósculo al terreno de juego.

Antonio Martínez Sarrión es escritor.

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