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La música que surgió de la sombra

Espectacular crecimiento de la afición a oír bandas musicales de películas

Basta oir un acorde del arpa de Anton Karas para que la memoria reconstruya automáticamente El tercer hombre. Basta tararear la ampulosa e inconfundible melodía de Tara, el murmullo de El tiempo pasará, la fuga de trompas a ritmo de cabalgada o el soniquete de La violetera, para que las imágenes de Lo que el viento se llevó, Casablanca, La diligencia y Luces de la ciudad se hagan interiormente visibles.Oir bandas musicales es, casi desde que el cine existe, una manera infalible de activar la memoria de las emociones creadas por la visión de las películas de donde proceden. Pero ahora, y la inversión del mecanisamo se acentúa cada vez más, este juego de la memoria emocional se está convirtiendo en una emoción en sí misma: se oye cada vez más música del cine en y por sí misma, independizada de la película que la origina y vértebra.

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El azar y la memoria

¿Es la música del cine música digna de tal nombre o, en palabras de Stravinski, "música servil", ya que renuncia de antemano a algo irrenunciable: la ambición de bastarse a sí misma? El debate existe desde que a las palabras aristócratas de Ígor Stravinski contestaron, con formidables partituras para el cine, los otros dos gigantes de la música rusa: Dmitri Shostakóvich (creador de alrededor de 30 bandas musicales, entre ellas las de Trilogía de Máximo, de Grigori Kosintsev y Leonid Trauberg, y El canto del río, de Joris Ivens) y Serguéi Prokofiev, autor de las célebres composiciones de Aleksandr Nevski e Iván el Terrible, de Serguéi Eisenstein.

El debate se carga de fuerza por el hecho de que estas músicas serviles ocupan también una parte de la obra de compositores del fuste de Arthur Honneger, Paul Hindemith, Camille Saint-Saéns, Benjamin Britten, Eric Satie, Aaron Copland, George Gerswing, Darius Milhaud, Pietro Mascagni, Leonard Bernstein, François Poulenc, Aram Katchaturian, entre decenas, y que hoy conforman un capítulo singular, poco estudiado y cada día más buscado de la música contemporánea. Dijo Stravinski en 1947: "La música es un arte demasiado elevado y noble para ponerse al servicio de otras artes". Pero a estas palabras había respondido 10 años antes Maurice Jaubert: "Pedimos a los músicos más humildad. No vamos al cine a oír música. Lo que pedimos a ésta es que ahonde en nosotros una impresión visual".

Músicas millonarias

Un estudioso de este fenómeno, el sevillano Carlos Colón, acaba de publicar Introducción a la historia de la música en el cine, antesala de un trabajo de mayor volumen que tiene entre manos desde hace años y que será el primer estudio completo de esta vasta materia, que abarca, además de los citados, una larga lista de compositores de renombre.Entre estos se encuentran (sin orden de época, estilo o procedencia) músicos del fuste de Miklos Rozsa, Frederick Hollander, Muir Mathieson, Hugo Friedhofer, Bernard Herrman, Nino Rota, Maurice Jarre, Alex North, Paul Misraki, Jerry Goldsmith, Henry Mancini, Lalo Schiffrin, Max Steiner, Franz Waxman, Eric Korngold, Herbert Stoliart, Georges Auric, Victor Young, Dmitri Tionikin, Angelo Badalamenti, Ennio Morricone, Maurice Jarre, Michel Legrand, Antoine Duhamel, Georges Delerue, Alfred Newman, Quincy Jones y John Barry, entre decenas.

Para Colón, el aislamiento sistemático de las músicas del cine de su soporte de celuloide procede de mediados de los años setenta, de las colecciones editadas por RCA y las versiones de Elmer Bernstein de bandas sonoras del Hollywood clásico. "Desde entonces, el fenómeno no ha cesado de crecer. Ahora hay multitud de discos de este tipo y algunos rompen las barreras convencionales de audiencia y alcanzan la astronomía de las grandes tiradas. Es el caso de la música de Woicech Kilar para el Drácula de Coppola".

La canción guinda

"Este disco incluye", añade Colón, "junto a la partitura del músico polaco para la imagen, una canción que rompe la unidad de su composición". El añadido de una canción intrusa se está convirtiendo en norma, y esto degrada las obras, pues rompe la secuencia, interrumpe el continuo musical. Baste decir que el disco de John Barry sacado de Una proposición indecente incluye tan sólo 25 minutos de la música del filme y el resto son canciones añadidas. Es una aberración que inauguró Francis La¡ en la película de Claude Lelouch Un hombre una mujer y que ahora tiende a generalizarse.Estas canciones carecen de funcionalidad. No son parte de la música vertebral del filme, sino guindas sonoras incrustadas en la secuencia y que se sitúan en las antípodas de, por ejemplo, las composiciones cortas de Dmitri Tiompkin para Solo ante el peligro o Bob Dylan para Pat Garret y Billy el Niño. Canciones o composiciones cortas de Irving Berlin, Cole Porter, Glenn Miller, Miles Davis, Duke Ellington, Louis Armstrong, Telonius Monk, y más cerca, de Pink Floyd, Prince, MacCartney, Lennon, Copeland o Tom Waits -en rigor, casi la totalidad de los músicos entroncados en las diversas escuelas y tradiciones del jazz, el rock y el pop-, están incorporadas a la historia del cine. Aportan a ella músicas vivas y ajenas a esa intrusa canción-anzuelo que alarma a Carlos Colón, en cuanto truco mercantil empobrecedor del ya inabarcable mundo de los sonidos que emergen de la sombra donde se mueven las imágenes.

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