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Monumentalia mínima

¿Quién es el venerable anciano que se dispone a cruzar, apoyado en su bastón, la procelosa calzada de Arturo Soria? En mitad del puente, que los taxistas de larga memoria siguen llamando de la CEA, en recuerdo de los extintos estudios cinematográficos que allí existieron, un peatón suicida emerge petrificado sobre un exiguo pedestal, inmovilizado en bronce, como si los dioses hubieran querido librarle en última instancia de su fatal destino bajo las ruedas de los automóviles. Don Arturo Soria, inmortalizado en parca y pedestre efigie, mira al frente, huyendo del devastado paisaje de lo que el soñó como su Ciudad Lineal, ciudad obrera con añoranzas campesinas que enlazaría con económicos y ecológicos tranvías el norte y el sur de Madrid, ciudad lineal y racional, proyecto tan alabado como traicionado en aras del bastardo beneficio inmobiliario.En el escueto y simbólico parterre central, entre los árboles supervivientes del expolio, emergieron hace poco rocas fingidas, rematadas por montaraces cuadrúpedos ibéricos, relacionados, según se mire, con la causa ecológica o con el arte cinegético, ciervos, jabalíes o rebecos de tamaño natural y sorprendente verismo que componen escenas más taxidérmicas que escultóricas, superfluas y rechinantes contribuciones al parque estatuario de una ciudad que ha sustituido la, fatua monumentalidad por el minimalismo cutre.

Entre ciervos, cabras, coches y edificios a la malicia, que muchas veces tratan de disimular su impúdica estatura emergiendo de un nivel inferior al de la calzada, don Arturo Soria se asoma decidido a tirarse a la vía en póstumo y esclarecedor gesto de rechazo. Su estatua, más que un homenaje es una afrenta. A ras del suelo, corto de talla y ceñido en las inmutables hechuras de un traje, demasiado estrecho, el ingeniero y urbanista es una víctima más de las ahorrativas tendencias municipales en materia estatuaria y por lo tanto suntuaria. El presupuesto no da para pedestales, y si no que se lo digan a la indigna caricatura de Velázquez que se eleva ramplonamente en la confluencia de Juan Bravo con la vía que lleva su nombre. Don Diego, medio encaramado entre mármoles de urinario, fue un pionero en esto de la jibarización y lleva su cruz resignadamente. Escuálido, bajito y cabezón, parece haber sido objeto de la cruel venganza de los bufones que retrató. Siglos después, sus descendientes le han trasmutado en monigote.

Pero quizá el más preclaro ejemplo, por ahora, del subminimalismo vergonzante y fallero, aunque desgraciadamente incombustible, de este subgénero chico y chato, esté representado por la maciza, culona y liliputiense florista que, de espaldas a Cibeles, usurpa la confluencia de Alcalá y Gran Vía, espantajo castizo, reclamo de barraca, exponente del género ínfimo, engendro infame que perpetua el recuerdo y la ofensa de aquél Ya hemos pasao que un día sobre los escombros del Madrid republicano y vencido perpetrara Celia Gámez, a cuya memoria fue dedicado el exabrupto.

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