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Toreo, al fin

Domecq / González, Rincón, Mora

Toros de Marqués de Domecq, de impresionante trapío, mucho peso (tres rebasaron los 625 kilos), poco bravos en varas y juego desigual.

Dámaso González: metisaca bajo, media estocada tendida baja, pinchazo dos descabellos (bronca); dos pinchazos, estocada trasera (silencio). Y César Rincón: pinchazo y estocada caída (dos orejas); bajonazo (ovación). Juan Mora: bajonazo descarado, descabello y se tumba el toro (ovación y salida al tercio); estocada ladeada (oreja).

Plaza de Pamplona, 9 de julio. Cuarta corrida de feria. Lleno.

Se hizo presente César Rincón con el capotillo y ya estaba lanceando a la verónica, ajustado y pinturero, al toro del marqué. ¡Hola, esto es nuevo!, se dijo el mocerío pamplonés, que estaba allí de excursión. Pues en lo que llevamos de feria nadie había hecho el toreo, ni ajustado y valiente ni de ninguna otra manera, y lo que llaman corrida de toros sólo servía de excusa para llegarse al tendido, tender pancartas, tocar charangas, cantar canciones, gritar riau-riaus, merendar ajoarriero, echarse al coleto buena parte de la cosecha riojana, gritar "¡Viva san Fermín!". Pero llegó el toreo, al fin, mecido en las verónicas de César Rincón, y cambió el panorama.Giró la media verónica y ya estaba el mocerío sanferminero absorto, pendiente de cuanto sucediera en el redondel. Y lo que sucedió en el redondel, al cabo, fue una muestra de toreo del bueno. El diestro colombiano, recrecido en su torería, citaba desde mucha distancia dejándose ver, llegaba codicioso el toro y aguantaba el encontronazo sin enmendar ni un solo milímetro su posición en la arena, embarcaba la embestida, la vaciaba limpia. Tres tandas de redondos dio así César Rincón; es cierto que con su racioncilla de pico, pero quién iba a reparar en picos ni en palas después de la severa abstinencia taurina que habían estado imponiendo los toreros en las tardes vísperas del acontecimiento. El natural no le resultó tan armonioso a Rincón, pues el toro no se entregaba, y volvió a los derechazos ceñidos, hasta coronarlos con un pase de la firma hondo, metiéndose astutamente en el costillar.

Gran revuelo hubo en los tendidos cuando dobló el toro; dos orejas e incluso el rabo pedían los mozos por aclamación. El público navarro es de lo más agradecido. Pero no acabaría el toreo ahí, porque entró en liza Juan Mora y lo ejecutó aún más bello. Juan Mora toreaba a impulsos de su inspiración, y ya se sabe que fiar el arte a las musas no garantiza nada, porque son caprichosas y cambiantes. Una musa le puede entregar en un momento dado todo su corazón al artista, y al instante siguiente arrebatárselo, para darle achares. Y eso le ocurrió a Juan Mora. Unas veces toreaba reunido, suave y armonioso; otras, pegando un traspié. Sin embargo, una de sus tandas de redondos fue de antología, y en el recuento de la faena únicamente quedaron para el recuerdo sus embriagadores aromas toreros.

Al sexto, menos claro, lo muleteó con decisión. Otra inesperada novedad, en este torero que suele ser bastante frágil de ánimo. El toro no tenía la nobleza del anterior. En realidad, la corrida del marqué dio un juego complicadillo. Unos toros derrotaban o punteaban -los que correspondieron a Dámaso González, por ejemplo-, otros carecían de fijeza -el segundo de Rincón- y este sexto se quedaba corto, añadiendo, a los peligros inherentes a semejante vicio locomotor, el respeto que infunde un toro de tanto cuajo, tanta romana y tanta seriedad expresiva, con aquellos pitonazos buidos.

La presencia del toro añadió emoción a la faena de Juan Mora, y cortó una oreja, que, unida a las dos de César Rincón, sumaban tres. Tres orejas constituyen gloria bendita en los tiempos que corren. La afición pamplonesa -se incluyen los 10.000 mozos de las peñas- estaba feliz y hacía votos porque la peor de cuantas quedan sea como ésta. Sólo faltó para redondear la tarde que Dámaso González le hubiera cogido el aire a sus toros. El maestro albacetense no estaba en vena.

César Rincón tomó muchas precauciones con el quinto. Le intentó pases en diversos terrenos y distancias, y como el toro embestía sin fijeza, se quitaba de allí. Pero nadie se lo reprochó. A fin de cuentas, había traído el toreo a Pamplona, y ese mérito no se lo quita ya nadie.

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