Política de coaliciones
Los resultados electorales del 6J han venido a modificar el panorama político español en dos aspectos fundamentales: han reducido de forma dramática la distancia entre el PSOE y el PP y han acabado, al menos de momento, con las mayorías absolutas de un solo partido. Lo primero, al crear una nueva alternativa de Gobierno, inducirá a las fuerzas políticas a competir más abierta e intensamente por cada voto en cada rincón de España. El Gobierno habrá de ser más sensible a las demandas y aspiraciones ciudadanas y la oposición tendrá que desempeñar su función de crítica y control de forma más responsable. Lo segundo, a la vez que introduce un mayor equilibrio en las relaciones entre el Parlamento y el Gobierno, obliga a gobernar mediante el acuerdo o la coalición entre dos o más formaciones políticas.Se abre, pues, una nueva etapa en un momento en que la gravedad y la urgencia de los problemas que hay que afrontar en los próximos meses y en los próximos años reclaman Gobiernos estables, lo que excluye a priori la conveniencia de un Gobierno minoritario actuando con base en acuerdos coyunturales con unos y con otros. Esa fórmula comportaría un desgaste extraordinario que obligaría a disolver las Cortes y convocar nuevas elecciones antes de llegar a la mitad de la legislatura. Lo razonable, por tanto, es tratar de formar un Gobierno de coalición en el que los socios que lo integren se comprometan solidariamente en base a un programa pactado, y, si ello no fuera posible, habría que explorar, como mal menor, un pacto de legislatura.
En Europa, donde existe una muy amplia experiencia en materia de coaliciones, los estudiosos coinciden en afirmar que las más estables suelen ser las integradas por el menor número de partidos necesarios para asegurar la mayoría absoluta siempre y cuando se trate de partidos cercanos entre sí. La proximidad facilita el ajuste entre los programas y hace más sencillas las decisiones críticas, y la limitación del número de socios integrantes de la coalición, además de (darle mayor homogeneidad al Gobierno, reduce las tensiones que pudieran derivarse de la diversidad de intereses y puntos de vista. Frente a la teoría que sugiere que para transformar la sociedad son precisas coaliciones muy amplias, la experiencia enseña que, en la mayoría de los casos, ese tipo de coaliciones sólo produce inestabilidad o estancamiento, o ambas cosas.
En España, hoy, lo que complica las cosas es que son dos las posibles coaliciones que reúnen esos requisitos, la formada por el PSOE e IU y la formada por el PSOE y los nacionalistas. Políticamente, ambas estarían integradas por partidos contiguos en el espacio ideológico y, aritméticamente, las dos producirían mayorías absolutas por la mínima. En teoría, pues, al PSOE se le abría la opción de elegir socio entre IU y CiU, suponiendo que ambas formaciones estuvieran dispuestas a participar en un Gobierno presidido por Felipe González. Esa simple posibilidad teórica ha dado pie en estas últimas semanas a una amplia discusión de las razones de todo tipo que aconsejarían una coalición o la otra.
En efecto, algunos han señalado que, según numerosos sondeos preelectorales, la coalición del PSOE con IU es la preferida por la mayoría, pero es muy probable que un análisis más a fondo de los datos mostrase que la mayoría de la mayoría se encuentra dividida entre lo que le pide el cuerpo y lo que le aconseja la razón. Muchos entienden que las diferencias en el seno de IU no son la mejor garantía para la estabilidad de la coalición, mientras otros aducen que la coalición con los nacionalistas podría generar disensiones en el interior del PSOE. Algunos temen que una coalición con los nacionalistas acentúe la derechización de la política económica socialista. Otros sostienen que la formalización de un bloque de izquierdas, de resonancias frente populistas, podría frenar la inversión nacional y retraer la extranjera, como ocurrió en Francia a principios de los años ochenta. Algunos pronostican que la coalición con IU favorecería la consolidación y aun el progreso electoral del PP, mientras otros entienden que la coalición con vascos y catalanes supondría una grave frustración para amplios sectores de la izquierda que podrían volver su mirada hacia IU en las próximas elecciones. Algunos arguyen que entre el PSOE e IU la distancia ideológica es menor que la que separa a socialistas y nacionalistas. Otros matizan que, para el buen funcionamiento de las coaliciones, importa más la coincidencia o la proximidad sobre políticas concretas que sobre esquemas ideológicos generales. Hay quien anticipa que la coalición con los nacionalistas dificultará el acuerdo con los sindicatos, y quien defiende que la pretensión de IU de actuar como intermediaria y garante del pacto social colocaría a la coalición de la que ella fuera parte en una posición negociadora más que endeble. Hay quien alerta ante el precio que pudieran poner a su participación los partidos nacionalistas, y quien proclama que ésta es la oportunidad para integrar definitivamente a Cataluña y al País Vasco, asociándolos a la conducción del gobierno de la nación. Y, finalmente, se ha dicho que no tiene sentido que el PSOE, tras haber pedido durante la campaña el voto a la izquierda para frenar a la derecha, haga una coalición con partidos nacionalistas de centro-derecha, pero también se dice que, de haber triunfado la estrategia electoral de IU, sería el PP y no el PSOE el que tendría en estos momentos la responsabilidad de formar Gobierno, sin que ello parezca haber preocupado mucho a los líderes de IU hasta el 6J.
Son muchos los argumentos a favor y en contra de cada una de las dos coaliciones aritméticamente posibles, y muchos de ellos merecen una atenta consideración. A mí me parece que la coalición de IU es hoy por hoy poco congruente, y no sólo por los excesos verbales de sus dirigentes para con el PSOE durante la campaña, o por sus coincidencias con el PP a lo largo de aquellas semanas, sino también porque el conflicto interno que está viviendo IU es la expresión, entre otras cosas, del conflicto ideológico y estratégico que enfrenta a la dirección de aquella coalición con los socialistas. Lo que separa a los renovadores de Sartorius y a los oficialistas de Anguita no es sólo -por muy importante que sea- dos visiones contrapuestas del futuro de Europa y el papel de España en el proceso de construcción de la unidad europea. Son, además, dos concepciones claramente diferenciadas de lo que debe ser la izquierda y las relaciones en su interior. Y, lo que es más importante, dos maneras totalmente distintas de concebir la estrategia y la competición-colaboración con el PSOE. Una, por el momento minoritaria, pone el énfasis en la cooperación, pero la otra, todavía mayoritaria, lo pone en el enfrentamiento.
Por supuesto, en política nada es definitivo. Y nada impide que el debate en el seno IU conduzca, en un futuro próximo, a posiciones más conciliadoras con los socialistas. Incluso es posible que una política de aproximaciones y acuerdos concretos en los primeros meses de la legislatura permita ir construyendo de forma gradual una atmósfera propicia a esa evolución. Pero también pudiera ocurrir lo contrario si se impusiera la línea dura y, desde una perspectiva electoralista, los dirigentes de IU apostarán por intensificar y radicalizar la tensión con el PSOE pensando, erróneamente, que eso les atraería votos socialistas. Entretanto parece razonable, dejando a un lado visceralidades y prejuicios ideológicos, llegar a un buen acuerdo con los nacionalistas en el, plano político, y con los agentes: sociales en el económico, para: aunar esfuerzos a favor de la recuperación del empleo, la revitalización de la democracia, el desarrollo autonómico, la reforma de las instituciones y el impulso de la unificación política europea. Son objetivos que se, pueden compartir y, desde luego, son objetivos que no tienen precio. Felipe González ha recogido el guante y ha abierto el baile sacando en primer lugar a los nacionalistas de CiU y del PNV., La tradición pactista de ambos. debería garantizar su participación en un Gobierno de coalición, y su vocación, tantas veces reiterada, de contribuir a la gobernabilidad del país encuentra ahora una oportunidad única.
Julián Santamaría es catedrático de Ciencias Políticas.
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