El palacio de los horrores
La inauguración del Museo del Holocausto en Washington ha sido el suceso arquitectónico del año en EE UU
La inauguración del Museo del Holocausto de Washington -el pasado 26 de abril- ha sido considerada en la capital norteamericana como el suceso arquitectónico más sobresaliente del año. Acontecimiento comparado con la inauguración del Memorial consagrado a los caídos en la guerra de Vietnam, a comienzos de los años ochenta, o semejante a la ampliación de la National Gallery of Art en la década de los setenta. El clamor popular es parecido, pero no podría garantizarse que el entusiasmo profesional esté alcanzando los ismos niveles que en las dos obras anteriores.De cada una de ellas, James Ingo Freed, responsable del nuevo museo, ha extraído enseñanzas. No en vano comparte estudio con I. M. Pei, autor del ala este de la National Gallery, autor también de las pirámicas del Louvre. Y no en balde cualquier arquitecto de buen gusto valora en Washington la silenciosa intensidad que Maya Lin imprimió al Vietnam Veteran's Memorial.
James Ingo Freed, no obstante, parece pertenecer a la especie de los americanos ruidosos y fastidiosamente emotivos. Poseía, además, razones para rendir su razón con un encargo de esta clase. Freed dejó Alemania en 1939, cuando tenía nueve años, emigrando a Estados Unidos con una hermana de cinco. Buena parte de su familia murió en campos de concentración nazis durante los años siguientes. A lo largo de las múltiples entrevistas que ha concedido en estos meses, Freed repite que, en su trabajo, ha procurado evitar la expresión de sus sentimientos personales y no incurrir en la vulgaridad de una "arquitectura parlante". Ha parloteado de esto con tal obstinación que finalmente ha vuelto verosímil la materia que desmentía.
Pero la culpa de las desviaciones sólo es parcialmente suya. Un total de 168 millones de dólares recaudó la iniciativa privada para el proyecto, y no ha sido leve la presión que han ejercido, con gustos y criterios contradictorios, los patrocinadores más ricos. Esta circunstancia, la asfixiante presión de los clientes, es la proclama número dos, contabilizando las repeticiones, que aparece en quejosas declaraciones de J. I. Freed. Quejas ampliables también a las determinaciones del entorno, en plena zona monumental de Washington, que ordenaban conservar el pastel neoclásico imperante contra cualquier innovación ingeniosa o tenebrista. Incluso cada fachada, según a qué lado se oriente, dialoga en la misma lengua, piedra o ladrillo, con sus construcciones vecinas.
Al público le gusta el museo. Esto cuenta en cualquier parte. Hay personas que lloran durante la visita. El efecto dramático se ha cumplido, hasta el punto que algún crítico ha descubierto influencias provenientes de las técnicas televisivas y, otros, certifican que la pretendida conmemoración del horror se ha convertido en entretenimiento, cura psicológica y pornografía dura. Piezas y prendas aportadas desde campos de concentración del Este europeo, fotografías, textos conmovedores, se exhiben a lo largo del itinerario, pero, además, el visitante puede sentirse reencarnado como víctima. A la entrada recibe una tarjeta de identificación con el nombre de algún infortunado de quien conocerá detalles a través de un ordenador y con cuya personalidad ha cargado para compartir el exterminio.
El arquitecto insiste en afirmar que rehuyó cualquier parecido con una disneylandia, e incluso argumenta haber preferido el nombre de memorial frente al de monumento, en señal de su finura. Su propósito siempre fue, agrega, "representar", y no "reproducir", entender sin chapotear en el dolor, implicarse sin perder distancia.
Para asumir la atmósfera concentracionaria, J. I. Freed viajó a Auschwitz y Birkenau, entre otros campos, y de ese tour obtuvo tres motivos duros y patentes para su Memorial: los puentes, el ladrillo y el acero.
Los puentes hacen referencia a los pasadizos elevados que construían los vigilantes para atravesar, sin rozar con ellos, los espacios que ocupaba la chusma judía, gitana o comunista, contaminada. En el nivel inferior discurría el virus y en el superior la etnia pura de los carceleros. En cuanto al ladrillo y al acero, hacen mención a los hornos crematorios. En concreto, las cinchas de acero con que se reforzaron los hornos para permitir su sobreuso impresionaron mucho al arquitecto y su evocación se reitera bajo uno u otro pretexto.
La coalición entre la sugerencia y la plasmación literal es recurrente. De una parte, Freed ha pretendido cumplir con sus compromisos de clase internacional alta y, de otra, como confiesa, "no podía olvidar que el museo iba a erigirse dentro de la comunidad popular de Washington". Nada, por tanto, de llevar la severidad lingüística a los extremos de un Aldo Rossi cuando trata también con la muerte en el cementerio de Módena, ni de evitar la pedagogía elemental cuando una facción de sus clientes lo estuvo requiriendo.
En la sucesión de esculturas o edificios de este género erigidos a través de Estados Unidos, Europa o Israel se han ensayado toda clase de tratamientos. Desde la abstracción al simbolismo, desde la simple memoración al contramonumento. En la pretensión del Memorial de Washington se hallaba expresa la ambición de provocar el rechazo sin fin a la terrible experiencia de aquel género. Las dudas que suscita su resultado son ahora que el género, el género humano, concluya su catarsis con la visita, y los reflejos del horror, como en el cine, se consuman entre las sombras del artefacto.
Babelia
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