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Juan y todos

Juan Cruz

Lo dijo Pablo Neruda, aquel barco en tierra: el olvido es largo. Hizo hace mucho un año que murió Juan García Hortelano, un personaje esencial de nuestras vidas, y un manto de silencio cayó sobre la fecha como si ya no nos diéramos cuenta de la falta que nos hace gente así sobre la tierra. La vida es ruido, y la nuestra es mucho ruido: como si pasaran vehículos cargados de prisa, el paisaje humano se va adelgazando hasta hacerse humo, y en medio de esa nada estamos nosotros mirando.Frente al ruido y a la nada, Juan García Hortelano construyó una generosidad serena de la que viven hoy quienes fueron sus innumerables amigos. Fue un ejemplo intelectual de tolerancia y de amistad. Acaso la gente de veras es por dentro como es por fuera, y Juan era discreto, respetuoso, desprendido de sí mismo hasta parecer la esencia de lo mejor de los demás, su espejo. La simetría terrible de la vida le zajó por la mitad la esperanza de escribir, escribir y escribir después de jubilarse de su trabajo administrativo ' y esa continuidad de los parques sombríos de la que hablaba Julio Cortázar le puso en el mismo destino que Costafreda, Barral o Gil de Biedma. La desgracia sucesiva alcanzó luego, también, a Juan Benet, la extraordinaria figura del maestro, y ya todo ese cúmulo de desesperanza 'pareció que iba a desmovilizar a aquella hermosa generación, la de los cincuenta, tan reiteradamente herida.

Acaso el influjo entusiasta con el que los desaparecidos apoyaron siempre a los restantes componentes de aquel grupo ha hecho que éste vuelva a demostrar una vitalidad que se sustenta en la generosidad y en la sabiduría. Porque hay que subrayar que en este tiempo posterior a pérdidas tan esenciales prácticamente todos los demás han proseguido, acaso con más ardor, con voluntad más férrea de perdurar, una obra que resulta fundamental para entender la evolución del lenguaje cultural español.

Satisface subrayar ese hecho. La última Feria del Libro de Madrid y las noticias literarias colaterales han sido una confirmación de esa vitalidad, y no sólo porque entre esas noticias haya habido diversos premios, como los reiterados a Claudio Rodríguez o el galardón nacional a José Ángel Valente, sino porque muchos de ellos han publicado, polemizado, actuado: han vivido con nosotros episodios centrales de la producción cultural y social española.

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En cuanto a los premios, éstos sirven, a estas alturas, para que la gente se fije más en aquello que está en riesgo de olvidar, y es verdad, como en cierto modo apuntó Valente cuando le otorgaron el suyo, que estas cosas vienen tarde y vienen mal al menos para algunos de los componentes de este grupo literario que desaparecieron sin que ninguna institución pública, exceptuada la Comunidad de Madrid, les tuviera en cuenta a la hora de dilucidar sus prebendas honoríficas. Otros premios han recibido, no conviene olvidarlos, pero acaso aún no han recibido del todo el reconocimiento que este cicatero país e debería globalmente a la estaura poética de estos escritores.

Pero estos premios en concreto sirvieron par a que la gente volviera de nuevo, por esa inspiración casual que producen las noticias, a la poesía de Va lente y Rodríguez, herederos casi transparentes de la mejor poesía espiritual de nuestra len gua. Por fortuna, la consecuencia de estos acontecimientos es no sólo crematística para sus autores, sino propagandística para la poesía, porque los me dios de comunicación masivos sólo hablan de los poetas cuan do éstos se mueren o cuando los distinguen con un honor de ciertos millones. Paralelamente, otro lírico -éste quevedesco, irónico y profundo- protagonizaba con sus versos la última película de Pilar Miró, Elpájaro de la felicidad. Ángel González, el asturiano trasterrado en América, el gozne amistoso, con Hortelano, de aquel grupo, es ese involuntario actor ausente en ese filme delicado como su propia reflexión sobre los hombres y sobre el mundo. Y, al tiempo, se situaba sobre las estanterías españolas una nueva entrega de Juan Marsé, el tercer Juan de esta saga de juanes. Novelista enraizado con la mejor tradición de los narradores españoles, da la impresión de haber cumplido al revés los 60 años, porque ahora parece un chiquillo que hubiera robado un reloj para mirarlo por dentro, con sus camisas de colores vivos y, aunque parezca mentira, más dicharachero que nunca.

En la Feria del Libro coincidieron, firmando como si empezaran, Carmen Martín Gaite y José Manuel Caballero Bonald. Ambos transcurren por momentos especialmente prolíficos y profundos de su obra, y viéndoles en aquella ocasión tan tremendamente pública sentimos ese orgullo que los intermedios sentimos hacia quienes nos preceden, como si de veras en ellos se vislumbrara un puente que hiciera más segura nuestra estancia en la tierra. Lejos de ese ámbito público, pero interviniendo como un estilete en la construcción de la opinión española, Rafael Sánchez Ferlosio sigue siendo el libertario que sirve de punto de referencia a casi todo aquello que merezca considerar para estar disconforme. Juan Goytisolo, que mira de lejos todo esto, perfila una biografía literaria en la que la investigación y la disidencia le convierten en un punto de apoyo para, muchos jóvenes que quisieran creer que aún es posible decir no, o tal vez, o nada: que aún es posible la fe en la literatura.

Es una generación diversa, aunque, como se ha dicho tantas veces, trabada por una especial sensibilidad, la que ha hecho que la amistad profunda salvara los escollos históricos, los malentendidos que sin duda alguna vez habrán surgido. Hay en ella críticos, como Josep Maria Castellet, o editores, como Jaime Salinas, y poetas de una dimensión extraordinaria, como Francisco Brines o como Manuel Padorno y Jaime Ferrán, o como Félix Grande y Fernando Quiñones, u otros trasterrados, como Carlos Blanco Aguinaga y Tomás Segovia, u otros que no son estrictamente de ese tiempo, pero acaso sí de su voluntad, como José Hierro o Carlos Bousoño, o los desaparecidos -y tanto, lamentablemente- Blas de Otero y Gabriel Celaya. El recuento -como diría Luis Goytisolo, otro intermedio recientemente destacado por un premio nacional- no puede ser exhaustivo, porque de lo que se trataba era de hacer un recordatorio de la vitalidad de un grupo de escritores a los que el destino ha mermado gravemente, pero que siguen manteniendo en la vida literaria de nuestro país la fortaleza de un ejemplo cuya metáfora estuvo en la actitud moral y cívica de los que ya no están.

En este país fugitivo y olvidadizo, donde el bosque y los árboles se confunden tantas veces, quizá conviene de vez en cuando subrayar lo que los grandilocuentes llaman la memoria histórica. Parece que las cosas van muy deprisa: detengámonos un instante y pensemos de nuevo que si hoy parece que el edificio de la literatura -y de la sociedad, por hablar de cosas aún más grandes- es más sólido que en otros periodos de nuestra historia es porque la herencia recibida es una herencia sólida, abierta, generosa y plural. Como los Juanes y como todos los que son y han sido como estos Juanes de nuestra juventud y de nuestro tiempo.

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