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Réquiem por una capital sin catedral

Una vieja rivalidad con la sede primada de Toledo se aduce habitualmente para explicar que Madrid no haya dispuesto nunca de una catedral. La razón sería plausible si la creación de un obispado y la erección de una gran catedral fueran asuntos exclusivos de la Iglesia en las que ningún poder del Estado tuviera ocasión de intervenir. Pero ninguna rivalidad entre clérigos habría bastado para doblegar una voluntad regia, caso de haber existido. Madrid no fue sede episcopal ni dispuso de catedral, sobre todo porque las dos dinastías que desde 1561 rigieron sus destinos vivieron de espaldas a la ciudad, desinteresadas del todo por su rango y su decoro. Ni los Austria, que eligieron El Escorial como su lugar preferido, ni los Borbones, que procuraban trasladar la corte de un real sitio a otro sin atravesar la capital, se preocuparon sobremanera por el ornato y la magnificencia de la capital de su imperio.Al desinterés de la monarquía por Madrid correspondió el abandono de los estamentos privilegiados del antiguo régimen. La nube de aristócratas, clérigos y religiosos que descendió sobre la capital del imperio durante los siglos modernos dejó sentir su presencia sobre el espacio urbano macizándolo de forma desordenada y más bien caótica con innúmeros palacios, iglesias y conventos de mezquina fábrica, pegados al suelo: erigida capital un poco tarde para que permanecieran las huellas de un inexistente pasado gótico, es inexcusable que ningún palacio o iglesia barroca haya dejado pruebas de su grandeza. Ni la nobleza ni la clericía, siguiendo en esto el ejemplo de la Corona, construyeron en Madrid más que plomizos palacios, míseros conventos e indecorosas iglesias. Y cuando todo eso se vino abajo por revolución liberal y la política desamortizadora, nadie tuvo la ocurrencia de reclamar para la Iglesia, que veía impotente cómo se volatilizaba en el humo de los incendios o en el polvo de los derribos su riqueza inmobiliaria, una catedral.

Curiosamente, sólo cuando la revolución liberal hubo dado sus escuálidos frutos y la entonces llamada clase media -situada, esto es, entre la aristocracia y el pueblo- accedió al poder político fue cuando se comenzó a suspirar por una catedral para Madrid. Mesonero, Arrazola, Castro, que pretendieron elevar a Madrid a la condición de capital digna de la monarquía, son los que llamarán la atención sobre esa anomalía histórica de que la capital de una católica nación carezca de catedral. Para Arrazola, "el esplendor categórico que sigue siempre a la morada del monarca" era la razón más consistente para "realzar la corte de la católica España con la primera iglesia del mundo cristiano". Castro se sumó, sin gran entusiasmo, a la aspiración. Isabel, sin embargo, nada hizo, y no porque nada se construyera en su reinado por Madrid: el Congreso de los Diputados, la Puerta del Sol, las obras del canal, las primeras estaciones o desembarcaderos ferroviarios, el inicio de las obras de la Biblioteca Nacional, son algunas de las iniciativas destinadas a convertir la corte de un imperio destartalado y ya perdido en capital de una pujante nación. Madrid comenzaba entonces a salir del letargo en que el abandono de las dinastías y el dominio clerical / nobiliario lo había sumido durante siglos sin que, a pesar de las mejores relaciones con el Vaticano, se promovieran las obras de una catedral para un todavía inexistente obispado.

Habrá que esperar a la muerte de la reina María de las Mercedes para que un afligido rey Alfonso resucite la vieja idea de construir un templo en. el eje mismo del palacio real, modificando así de forma sustancial el proyecto de Arrazola, que prefería, con buen criterio, terrenos del ensanche para todas las grandes obras que realzaran la capitalidad de Madrid, desde una cárcel a una catedral. Alfonso, sin embargo, murió pronto y las obras, recién iniciadas, se paralizaron, siguiendo una vieja tradición de la capital en la que nadie se atrevía con proyectos que no asegurasen una rentabilidad a corto plazo: como no fuera para alquilar, en el Madrid de la Restauración nadie construye casi nada. Alfonso XIII, que pudo haber empujado el proyecto catedralicio, prefirió invertir en el metro y realizar la gran obra sacra de su reinado, la consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús, elevando un anodino monumento en las cercanías. La catedral podía esperar.

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Y espero más de lo previsto. La República, que elevó a Madrid de forma oficial a capital del Estado, fue la primera en aprobar una ley de capitalidad y presupuestar 80 millones a obras destinadas a convertir Madrid en algo similar a lo que el Segundo Imperio había hecho de París. Pero, obviamente, la República no estaba para catedrales, ni siquiera como expediente con el que resolver el problema del paro. Decidida a convertir el privilegiado eje de Prado-Recoletos-Castellana en símbolo del Gran Madrid, prefirió utilizar sus escasos recursos en el inicio de las obras del pronto llamado "tubo de la risa", en la prolongación de la Castellana y en empujar decididamente a Madrid según el eje sur-norte, para sacarlo de lo que Azaña llamaba el patio de Cibeles.

Tanto miró la República hacia el norte de la ciudad que no tuvo ojos para ver lo que ocurría en su fachada occidental. Hasta el final de la guerra civil y la entrada de los fascistas en las calles de Madrid, nadie recordará que la del Manzanares era precisamente la fachada imperial. El sueño o, más bien, el delirio que los fascistas acariciaron para Madrid consistía, aparte de otros magnificientes proyectos, en revitalizar la olvidada fachada del Imperio, que debía simbolizar a partir de la victoria la unidad indestructible de religión, patria y jerarquía con tres edificios situados en el mismo eje: la catedral, el palacio real y la casa del partido, símbolos de los nuevos amaneceres católico / imperiales que se anunciaban para España.

Curiosamente, nada se hizo tampoco entonces. Si alguien debía haber inaugurado la catedral de la Almudena, ese alguien tenía que haber sido Francisco Franco en el esplendor de su gloria, rodeado de sotanas y uniformes caquis y azules: nunca como bajo su mano estuvieron tan unidas, en efecto, religión, patria y jerarquía. Pero Franco, como Felipe II, miró hacia la sierra y cerca de El Escorial encontró un valle en que erigir su propio panteón particular, su templo y mausoleo. ¿Para qué quería una catedral en Madrid? Bien estaba la catedral en Toledo, sede primada. En Madrid, bastaba con un obispo complaciente y sin catedral. Nada se hizo, pues, aunque durante los largos cuarenta años de lo que él llamaba "mi mando" bien pudieron haberse culminado las obras.

La última ironía de esta larga historia es que la catedral abrirá, al fin, sus puertas, cuando a nadie interesa ya su construcción y cuando no puede ser símbolo de nada: ni de la Corte, ni de la capital digna de la monarquía, ni de la soñada capital católico / imperial. Por no ser, la catedral de Madrid no podrá ser ya ni siquiera símbolo de fe. ¿Para qué la quiere entonces Madrid? Una catedral ni gótica, ni barroca, un híbrido de catedral, neoclásica sobre neogótica, que ha perdido toda su fuerza simbólica precisamente cuando culmina su construcción, es un puro e inútil anacronismo vacío de significado. Literalmente, un sin-sentido, una negación de sentido, pues la verdadera carga histórica de la catedral de Madrid consistía en su in-existencia. Ahora que existe, no representa nada ni sirve ya para nada.

Santos Juliá es catedrático de Historia del Pensamiento y de los Moviniientos Sociales en la UNED.

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