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De libros y desprestigios

En medio del teatro electoral, el libro ha comparecido con alguna timidez, pero también con presencia cierta: Feria del Libro Antiguo, Feria del Libro, jornadas dedicadas a la pequeña edición y a la librería... Algo es algo, mientras se acumulan síntomas. inquietantes contra la galaxia Gutenberg. El principal de ellos es la pérdida de prestigio de la lectura. Como acaba de señalar brillantemente Enrique Gil Calvo (véase su ensayo Futuro incierto), no es la aldea global mcluhaniana la que amenaza con deglutirse al libro. El proceso es inverso: los índices de lectura descienden porque el libro vio interesa y, como consecuencia, se devora material televisivo: mediocre material, que éste es otro problema; las posibilidades del medio están en buena medida inéditas. En la sociediad de la rentabilidad, la productividad creadora, por emplear los términos de Gil Calvo, ha pasado a un segundo plano. Nada más normal que, en estas circunstancias, también el libro ocupe un lugar secundario.Podemos estar caminando hacia la sociedad mostrencamente audiovisualizada que Bradbury describió en Fahrenheit 451, donde se quemaban los libros como enemigos del orden; sólo que los medios puestos a contribución están siendo más sutiles. No será ya necesario que algunos se aprendan de: memoria a los grandes clásicos para salvarlos del fuego, según ocurría en el relato; la desmemoria irá ganando su batalla día tras día en esos miles de adolescentes iletrados, deportivos y violentos que engrosan las listas de los analfabetos funcionales; en esos ásperos periodistas audiovisuales y sabelotodo (hay otros excelentes) que sólo se preocupan por lo efímero o lo inmundo y hablan un castellano maltrecho y desguazado, o en esos hieráticos y macilentos ejecutivos qué nunca van al teatro, no han leído a Cervantes y resuelven con un vídeo avulgarado sus necesidades culturales del fin de semana.

Por otra parte, ha surgido ya la alternativa al libro canónico: es el libro kleenex, el libro basura o como se le quiera llamar, que se compra en algún hipermercado, se ve y se tira. Son hojas encuadernadas, que sólo con impudor pueden asociarse al fraterno libro leído, releído, subrayado, manchado y arrugado, que forma ya parte de la vida del lector porque le debe horas de gozo, consolación o conocimiento. El libro que se compró en la librería sosegada y grata tras haberlo hojeado atenta, cordialmente. Mala cosa es la nostalgia, pero la venta a domicilio y las secciones de libros de los grandes almacenes o de importantes cafeterías están asestando golpes mortales a las librerías, que únicamente saldrán adelante si renuevan a fondo sus instalaciones y las convierten en espacios amables, en lugares de encuentro exentos de barreras arquitectónicas. y psicológicas.

Ciudadanos hay que no se atreven a pisar una librería. Les atemoriza quizá lo desconocido, acaso el miedo a pasar por incultos si hacen una pregunta inadecuada, tal vez la prevención ante la concentración de saber que pueden significar tantos libros reunidos. Pero la realidad es que ese temor existe, pese a los esfuerzos de algunos profesionales del sector por hacer más cómodas, más accesibles, las librerías. Los poderes públicos debieran potenciarlas, como se ha hecho. en otros países. Es bueno que el libro salga a la calle, que se venda en ferias o acuda a los quioscos, pero su lugar natural -hablo del libro verdadero, no de hojas encuadernadas- es la librería, el único espacio que puede garantizar la existencia de las obras de fondo: esa biblioteca ideal que para Jorge Luis Borges era el paraíso. Lo sé. Los tiempos (producción masiva, presencia fugaz de las novedades) requieren la especialización, y eso parece incompatible con el fondo. Pero hay títulos permanentes sin los cuales una librería humanística está mutilada.

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Ha de ser la librería -ha de seguir siéndolo- una incitación a conversar con los difuntos y escuchar con los ojos a los muertos, como decía Quevedo. A los muertos y a los vivos: ésta es la comunicación literaria. Siempre recordaré cómo, aún adolescente, vi un día, en Sevilla, en el escaparate de un sitio -no me atrevo a llamarle librería- donde se, vendían también corazones de Jesús y vírgenes de Fátima, un libro que por entonces acababa de obtener el Premio Nacional de Literatura: Miserere en la tumba de R. N., de José Luis Prado Nogueira. Hoy casi nadie se acuerda ni del autor ni del poema, 4.000 versos de desigual pero a veces conmovida poesía. Entré y me hallé ante tres rostros de innegable hostilidad: un señor gordo, como de Cubero, que debía de ser el dueño; un dependiente de cráneo mondo y cerúleo, con gafas agresivas, que miraba hirientemente al problemático muchachito que se había atrevido a penetrar en aquel recinto, y una mujer de edad borrosa, entallado traje de, chaqueta de un riguroso azul jerárquico y fascistoide, coronado por un pequeño cuello blanco, que enmudecieron, o eso me pareció percibir, cuando bajé los escalones, rotundos y bien plantados, como para despeñarse a fondo, que mediaban entre la puerta de acceso y el local. Pese al agreste panorama me atreví a pedir el libro. Me pusieron cara casi de pasmo, de estupefacción, un sí es no es dolorosa, aunque después de un enojoso silencio alguna de aquellas tres figuras hostiles susurró un confuso "Ah, sí", se fue al escaparate y retiró el ejemplar del Miserere..., que pagué y me llevé. La antilibrería.

En el momento actual de nuestra cultura urge, además, dar otra batalla (lamento emplear un término tan bélico) que está enlazada con lo anterior: la defensa de las minorías. Se ha puesto de relieve en las recientes jornadas que se han dedicado al libro en Madrid. Hay que ser beligerantes y retomar el duradero santo y seña minoritario de los liberales españoles de entreguerras y que un marxismo de cartón nos hizo despreciar. Frente al todo vale, el sólo vale la obra de verdadera calidad: la clásica y la de ahora mismo. La subcultura tiene armas y medios poderosos para seguir existiendo, casi todos. Así las cosas, hay que llamarla por su nombre, subcultura, y dejamos de esas trivialidades que consideran literariamente respetable a la más popular escribidora de novelas rosa de nuestro país, a los autores de best sellers cultos, a los urdidores de novelitas pornográficas, que por mucha seda de que se vistan seguirán siendo pornográficas (hay mucho más erotismo en Madame Bovary que en cualquier texto al uso), o a los escribanos de obras programadas para imbecilizar adolescentes.

Todo esto por no salirme de la literatura. Y si hay a quienes no les interese la lectura -en el sentido fuerte del término-, y los habrá, y muchos, podremos deplorarlo, pero nada más. Allá ellos, si son felices, que lo serán seguramente. Y ni hemos de obsesionarnos persiguiéndolos con un mono, según la brillante idea publicitaria, que tantos lectores ha conseguido en España en los últimos meses, ni hemos de ceder a la presión de unos supuestos gustos mayoritarios. Hace unas semanas, el diario francés Le Monde abría su suplemento de libros con una reseña de Philippe Sollers dedicada a una reciente edición de Séneca. Ése es el camino. Séneca o García Márquez, naturalmente. La cultura para las minorías, que pueden ser inmensas, como bien sabía Juan Ramón Jiménez, pero a quienes define la calidad como criterio conductor. (La cultura popular es otra cosa; hoy casi no existe, mediatizada por intereses espurios). Son esas minorías las que tejen la red esencial de una nación; dan ganas de pedir excusas por el cuasi plagio orteguiano. Pero a estas alturas Ortega y Juan Ramón Jiménez siguen representando la máxima modernidad.

Miguel García-Posada es crítico literario.

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