Cautela y paz
PODRIA HABER sido una opereta, pero lo que se jugaba en Guatemala desde el pasado 25 de mayo, fecha del autogolpe del presidente Serrano, era el futuro de un país atormentado por 33 años de guerra civil y ensangrentado por más de 150.000 víctimas. No hay ópera bufa, sino la tragedia real de un pueblo que es el último y más antiguo aspirante latinoamericano a la paz.Desde el 6 de junio hay un nuevo presidente constitucional: Ramiro de León Carpio. Que además sea un presidente democrático y que, como civil, sea capaz de hacer frente a la presión de los uniformes es otra cuestión distinta. Sobre el papel, sus credenciales son impecables: De León ha sido elegido democráticamente para ocupar la presidencia durante los dos años y medio de mandato que restaban al destituido Jorge Serrano. Hasta que fue llamado por el Congreso a zanjar el baile de aspirantes y las indecisiones de los militares, De León era procurador de la República para derechos humanos, es decir, el principal obstáculo a las arbitrariedades y brutalidades de las Fuerzas Armadas. ¿Pero qué compromiso ha tenido que suscribir para alcanzar tan alta magistratura sin oposición de los militares?
Una primera aproximación sería la de endosar el triunfo de la libertad a la presión popular. Sin embargo, las dos primeras decisiones del nuevo presidente hacen sospechar que todo es más complejo. En primer lugar, la destitución del ministro de Defensa García Samayoa y su sustitución por uno de los generales de la línea dura guatemalteca. Es significativo que De León declarara ayer en EL PAÍS que "no se puede hablar de desmilitarización [de Guatemala] cuando hay una guerra interna" o pedir al Ejército que reduzca su presupuesto "cuando tiene que cumplir una misión frente a una situación de subversión". La segunda decepción es que el presidente eliminó de su lista de prioridades las negociaciones de paz con la guerrilla; prefiere "consolidar el sistema democrático y calmar los ánimos de la población" pese a que no se entiende bien por qué los dos objetivos son incompatibles. Y conociendo a las Fuerzas Armadas, es posible que el sentido pragmático de De León sea digno de alabanza, pero está justificado introducir alguna cautela en el entusiasmo inicial que ha producido el regreso de Guatemala a la democracia.
Dicho lo cual, deben destacarse dos elementos que han facilitado el fracaso del autogolpe: el claro estado de desobediencia civil encabezado con valentía por Rigoberta Menchú, premio Nobel de la Paz, por un lado, y la presión internacional, por otro. La suspensión por Washington de la ayuda oficial (45 millones de dólares) y su amenaza de hacer lo propio con la cláusula de nación más favorecida, sumadas a las presiones ejercidas por la Organización de Estados Americanos (OEA), convencieron a los militares guatemaltecos de su error. Estas maniobras combinadas de EE UU y la OEA dan excelentes frutos y no sólo en Guatemala: en Haití, la dimisión del primer ministro Marc Bazin ha abierto las puertas a una solución negociada que permita el regreso del presidente constitucional, Jean-Bertrand Aristide.
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