La bisagra
Ganará, González. Ganará Aznar. Ésa es la apuesta principal. Lo es en el corto plazo. Hasta el 6 de junio. Después, lo que hoy constituye apuesta secundaria, quizá soterrada, se convertirá en el principal caballo de batalla: ¿quién decantará el equilibrio, si lo hay?, ¿Gobierno estable?, ¿pactos de legislatura?, ¿Gabinete de coalición?, ¿cuándo y cómo se cocerá una mayoría parlamentaria?, ¿a qué precio?, ¿con qué efectos históricos? Hora es de airear la cuestión de la bisagra. En realidad numérica, sólo parece haber una, de carácter bifronte: los nacionalismos catalán y vasco, atendiendo a la morbidez del centrisimo postsuarista y a la vocación de resignada margina lidad del sistema que adorna a la actual Izquierda Unida y familia. El nacionalismo catalán y también el vasco, se enfrentan hoy a un doble dilema. Primero: la apuesta por un intervencionismo, sin retorno posible, en la profundización de la democracia española desde el núcleo duro de la política global, frente a la periódica tentación a un semiaislacionismo entroncado con el corporativismo territorial (la dialéctica del lobby: confrontación-victimismo). Segundo: cómo se interviene, de la mano (le quién, con qué idea de España, fundiendo o no el propio proyecto con el del partido principal, o articulando un simple matrimonio de frágil conveniencia, mercantil, con dote en prenda, estricta separación de bienes y testamento preparado de antemano.
El diagnóstico sobre el primer problema ofrece pocas dudas. Con probabilidad casi matemática, los dos grandes nacionalismos periféricos serán llamados a ejercer un protagonismo importante en la responsabilidad de la política española de los próximos años. Aunque no sea el 7 de junio, sino el 7 de noviembre, tras el debate presupuestario. Y deberán asumir el reto, tanto por voluntad propia _evidenciada en estrategias como la de gobernabilidad que desde hace años preconiza Miquel Roca- cuanto por exigencias de su electorado y de la misma, composición del próximo Parlamento. En ausencia de mayorías absolutas, no tendrán otra escapatoria, y los ciudadanos recelosos -con más o menos razones o prejuicios, ésa es otra cuestión- tampoco tendrán más remedio que entenderlo y digerirlo.
Existen recelos justificados, que algunos líderes nacionalistas han cultivado con ahínco intermitente. Son los que derivan del lenguaje y simbolismos de estas formaciones, de su ambigüedad finalista, esto es, de la opacidad sobre sus últimos objetivos, sobre sus intenciones recónditas. Cuando el Partido Nacionalista Vasco exhibe un autodeterminismo caduco o predica sobre las diferencias sanguíneo-raciales, está agravando la fosa que le separa del resto de los españoles, sólo salvada porque encarna el mal menor (frente al radicalismo abertzale violento) como se simboliza por su capacidad pragmática de coligarse con el enemigo en el Gobierno de Euskadi. Cuando desde Convergéncia Democrática se proponían sinuosas comparaciones de Cataluña con Lituania, o se daba alas, bajo mano, a la campaña Freedom for Catalonia, se cometía el mismo pecado, castigado por la, lógicamente consecuente, indiferencia o animadversión del resto de los españoles hacia lo catalán. Malos servicios al prestigio y estimación de Euskadi y Cataluña.Existen también recelos sin más base que el prejuicio, sobre todo en el campo económico, y especialmente relacionados con el caso catalán. Algún día habrá que decir solemnemente que las reivindicaciones catalanas -y no sólo catalanas- sobre la corresponsabilidad fiscal ahondan su raiz en una fiscalidad autonómica que está resultando discriminatoria para esta comunidad autónoma: sus recursos por habitante, esto es, por estudiante universitario o por paciente de la Seguridad Social, son comparativamente de los más exiguos (figura en el penúltimo lugar, con 88.392 pesetas / habitante, contra una media de 90.513 de las comunidades del 151 y frente a casi el doble en las de régimen foral, según datos de Hacienda). Y esta verdad estadística no puede ocultarse, aunque luego algunos hagan de esa. capa un sayo de exageraciones verbales, victimismos innobles y utopías molestas que van más allá de un razonable planteamiento federalizante.
Algún día habrá que recordar sin aspavientos a quienes comparten con el Dante la inquina por la presunta avara povertá dei catalani, que la inversión en obras públicas estatales en los últimos cuatro años, es decir, en el glorioso periodo de fastos preolímpicos, benefició a la capital catalana en sólo un 70% respecto de Madrid en el mismo periodo. En efecto, la inversión directa del MOPT entre 1989 y 1992 ascendió a 203.388 millones para Madrid, a 141.305 para Barcelona (y a 124.711 para Sevilla). Y eso, en la fase más descentralizada de la inversión pública española.
Ningún motivo, pues, de escándalo numéricamente constatable. Ninguna acritud sensatamente establecida porque "después de haber pillado la inversión de los Juegos", ahora los catalanes "vayan a saquear las arcas del Estado", como algunos, incluso de buena fe, pretenden. Que los deformados clichés históricos predesamortizadores proyecten aún en ciertas mentes la imagen convexa y precapitalista de unos catalanes-judios-mercaderes-usureros, o que los excesos verbales nacionalistas aumenten esa lente deformadora, constituirá a lo mejor atenuante para iletrados, pero nunca eximente para la gente alfabetizada. Porque por encima de viejos recelos históricos y parábolas pasionales desbordadas afloran dos realidades insoslayables. Primera, el sacrificado compromiso del socialismo catalán y vasco con la gobernación del Estado en los últimos 10 años, incluso en contradicción con algunas de sus apetencias inmediatas y en beneficio de los intereses generales. ¿De verdad piensan quienes acusan a los ministros catalanes de ser "inútiles" para Cataluña que la reforma militar llevada a cabo por Narcís Serra, por ejemplo, es indiferente para los ciudadanos de su tierra? Segunda, la contribución a la gobernabilidad aportada por el nacionalismo, desde la redacción de la Constitución del 78 hasta la labor de oposición parlamentaria constructiva, sesgada por un sentido de acuerdo en las cuestiones de Estado, particularmente en la opción europeísta y la política exterior. ¿Es justo que pesen más las anecdóticas salidas de tono verbal, incluso las preocupantes ambigüedades sobre el diseño final del modelo de Estado, que la práctica concreta de 15 años largos de compromiso democrático?
Un mayor compromiso nacionalista en la política española plasmado en un pacto estable de legislatura o en un Gobierno de coalición, pese a las sombras posibles, conllevaría indudables luces, en el impulso de la opción europeísta, en la mayor sensibilidad hacia la economía productiva, en la profundización autonómica. Pero por encima de ello podría acabar de suturar las heridas derivadas de un doble pleito histórico en buena parte resuelto, pero sólo en parte: la definitiva configuración del modelo de Estado en la transición hacia la Unión Europea -máxima autonomía, máxima coordinación-, y la incorporación del nacionalismo periférico a la responsabidad general, con la consiguiente obsolescencia de la estrategia de confrontación que tantas pérdidas de tiempo y malentendidos provoca.
Que el futuro partido mayoritario sea consciente de esa ocasión histórica y que PNV y CDC sepan aprovecharla llegado el caso, ésa es harina de otro costal. En realidad, de dos costales. Unos deberían renunciar al impulso homogeneista y a inclinaciones neocentralizadoras. Los otros tendrían que superar la tentación puramente mercantil en el lógico toma y daca de cualquier acuerdo, evitando la permanente tensión que lamentaba Leopoldo Calvo Sotelo en su Memoria viva de la transición. Es decir, poner por delante y por encima los elementos comunes y globales de un proyecto común. Como dijera Lluís Companys apoyando al Gobierno de Azaña el 7 de diciembre de 1931: "Antes de todo está la necesidad de la República, que pesa en nuestro ánimo por encima de todas lasPasa a la página siguiente
La bísagra,
Constitución al proyecto de Administración única, pasando por los circunloquios aragoneses del reciente pacto autonómico), y la carencia de sólidos anclajes de pensamiento moderno sobre su proyecto de España (ya no sirven ni Jaime Balmes ni Menéndez Pelayo ni Antonio Maura, y hay que recurrir, beneméritamente, a Manuel Azafla) constituyen otras tantas barreras que dificultan -dificultan, de ninguna manera imposibilitan- el pacto PP-nacionalistas. Y, sobre todo, para un proyecto de España articulada, con iguales oportunidades para sus ciudadanos y tratamiento diferenciado de sus hechos diferenciales, ¿sería positivo un esquema de mórbida alianza o confederación de centro-derechas y derechas regionales, tendente a un posible mutuo desestimiento territorial en las elecciones y a una progresiva sucursalización de los dos principales nacionalismos? No parece desdeñable el peligro de que ese esquema condujera, en ausencia de un concepto moderno y cohesivo de España, hacia un eventual desmadejamiento del proyecto común.
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