Desvergüenza total
Si no llega a caer la que cayó, se arma un Dos de mayo. A lo mejor de eso se aprovechó el presidente, de la lluvia, que a ratos batía la plaza en torrentera, y el público pugnaba a un tiempo por guarecerse de ella y por conseguir que devolvieran aquella ruina de toros al corral. No se sabe en qué porcentajes. Dependía del grado de afición y del espíritu de sacrificio. Hay aficionados verdaderamente heroicos y afirman que si en aras de la fiesta se tienen que morir de pulmonía, pues van y se mueren. "¡Fuera, fuera!", gritaban, al ver que los toros eran incapaces de dar dos trancos sin derrumbarse; y el presidente -Juan Lamarca se llama-, permanecía impertérrito en el palco, amparando con su inhibición la total desvergüenza que constituyó la corrida enteraNo es posible que todos los, toros estén inválidos. Ni la ciencia ni el sentido común aceptan que todos los toros salgan inválidos al redondel. Los taurinos; allegan múltiples excusas, que son en si mismas una pura contradicción. ¿La sequía dicen?, Pues lleva un mes lloviendo acántaros. ¿La consanguinidad dicen? Entonces, ¿por qué no se caían antiguamente los toros, si aún había más consanguinidad? ¿El mal estado del ruedo? Hace falta ser pardillos: ¿Dónde creen, que han pasado los toros sus, cuatro años de vida? ¿En la pista central de Winibledon? ¿La falta de casta dicen? ¿Es que los toros de Torrealta no tienen casta?
Torrealta / Muñoz, Luguillano, Jesulin
Cinco toro de Torrealta, sin trapío excepto 6º, 3º anovillado, 2º sospechoso de pítones, todos inválidos. 5º de El Sierro, bien presentado, inválido. , Emilio Muñoz: pinchazo bajo perdiendo la muleta, metisaca bajo a toro arrancado y bajonazo descarado (silencio); pinchazo y bajonazo (silencio).David Luguillano: estocada tirando la muleta (ovación y salida al tercio); pinchazo y otro hondo (silencio). Jesulín de Ubrique: estocada corta baja, rueda de peones y descabello (silencio); media y dos descabellos (silencio). Llovió copiosamente a partir del tercer toro. Plaza de Las Ventas, 26 de mayo. l9a corrida de feria. Lleno.
Y mientras los taurinos buscan excusas a Ja invalidez de los toros, ninguno pone remedio. Tampoco lo pone el Ministerio del Interior, del que depende el espectáculo. Lo único que ha hecho el Ministerio del Interior es dar cauce legal, amplia vía, a las corruptelas y tropelías que venían cometiendo de tapadillo los taurinos, de manera que si antes se escondían ahora sacan pecho. Unos se permiten levantarles la voz a los veterinarios en pleno reconocimiento de la porquería de reses que quieren imponer, y al cabo imponen porque se sienten respaldados. Otros no tienen inconveniente alguno en exigir que se lidien bajo su responsabilidad toros con claros síntomas de haber sido afeitados, porque saben que no va a pasar nada. Finalmente salta el toro a la arena, corre, bufa, embiste, remata, como hicieron siempre los toros bravos; y no han transcurrido ni tres minutos de reloj cuando les entra la tembladera, derivan sin norte, hocican, se desploman fulminados por el rayo.
Y ya puede protestar el público, que le dará igual, pues un presidente con todo el tupé del mundo hará la vista gorda; e irá cambiando ligerito los tercios para que llegado el último la presencia del inválido sea un hecho consumado, el público se tenga que conformar -y si no se conforma, cuidado, porque incluso podrían echarlo de la plaza- y el matador se ponga a pegar derechazos, en tanto los taurinos se frotan las manos de gusto, si no es la cartera que le acaban de quitar por la cara a la afición.
La corrida isidreña, los toros, el presidente, los taurinos, los toreros, fueron tal cual. Sin recato alguno, sin ningún rubor. Uno haciendo en el palco el don Tancredo; los otros tan serranos en el callejón, probablemente aguantándose la risa; la terna pegando pases, cientos de pases, bien al inválido que acudía desfallecido al engaño, bien al aguacero porque el toro había caído redondo y se rebozaba agónico en el barrizal. Durante una de sus medias embestidas, el segundo toro se paró, tiró un derrote y alcanzó en el pecho a Luguillano, que salió del percance descompuesto y en un grito. El dolor hubo de ser tremendo, y el susto aún mayor, pues el pitón llevaba una trayectoria trágica. Afortunadamente no ocurrió nada grave y pudo continuar la lidia o como se llamara aquello.
Ni siquiera la evidente inutilidad del sexto indujo al presidente a devolverlo, o al espada de turno a cejar en su empeño de pegarle pases, lo que estuvo intentando a despecho de las airadas protestas del público. No había autoridad, tampoco torería. Sólo había desvergüenza. Una desvergüenza total para burlarse impúnemente del público y, de paso, pegarle una puñalada trapera a la fiesta.
Babelia
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