Crónica Europa
Analistas y hermeneutas del siglo XXI, al estudiar los episodios estratégicos de la crisis mundial que concluyó el ciclo occidental anterior, resaltaron la dimensión paradigmática del momento -Maastricht, referéndum danés, referéndum francés-, haciendo estallar, junto a la estabilidad del sistema monetario europeo, los anticuados marcos de referencia sobre los que se quiso acelerar la Unión Europea. Una vez más, la pasión por acelerar el curso de los acontecimientos, intentando ordenar por decreto el tumulto incierto de la historia (para que todo quede atado y bien atado), desató la caja de Pandora. Bajo los rostros de las altas nomenclaturas del Viejo Mundo, Prometeo, el romántico semidiós de Occidente, se transmutaba en Sísifo senil. Cumpliendo ya 500 años, aquel viejo sistema de naciones-estado tenía que afrontar ahora su vertiginosa implosión tecnoplástica. En su vejez, Sísifo, fulminado por la cólera de Zeus -que no podía soportar por más tiempo su interminable astucia e impenitente soberbia-, fue arrojado al Hades. Allí tendría que elevar una enorme roca hasta la cima de una escarpada montaña. Sino que una y otra vez, al borde ya de la cumbre, aquella inmensa mole, desbordando la aguzada fuerza de sus músculos, se venía abajo: vuelta a empezar, una y otra vez.Los hermeneutas que utilizaban tal parábola gustaban de recorrer a grandes saltos los largos siglos del sueño imperial de Europa. Bajo las abusadas siglas Unión Europea latía compulsivamente la avanzada esclerosis eurócrata de aquel viejo sueño, intentando elevar a superpotencia la inmensa roca negra de su obtusa ambición. La Odisea -añadía aquel fantasioso intérprete- canta los largos viajes de Ulises, hijo de Sísifo, y así, el más astuto entre los humanos que una vez acompañaron a Agamenón contra Troya. El regreso a Ítaca es también la redención en el hijo de aquel interminable trabajo que Sísifo cumple en el infierno.
Desde un punto de vista epistemológico, las décadas finales del siglo XX tuvieron un carácter altamente paradójico: a la vez que en todos los campos científicos las disciplinas más rigurosas habían abandonado de largo el paradigma mecanicista hobbessiano / newtoniano, las retóricas y las estrategias nacional-estatales de tantos socios de aquel pretratado de Maastricht seguían presuponiendo férreas convicciones mecanicistas, correspondientes a un estadio histórico anterior. Resultaba curioso advertir cómo al filo de aquel vertiginoso cambio de milenio cohabitaban paradigmas mentales tan explosivamente dispares. Alcanzada la complejidad tecnotrónica de la sociedad del espectáculo (Debord, 1971-1988), la democracia industrial de masas pareció gobernable en puros términos de cadenas de televisión y redes planetarias de información telemática. El impacto hiperreal de los mass-media, saturando las pausas mentales de sus masivos consumidores con mensajes implosivos, había conseguido neutralizar durante décadas el cuantum de energía y flexibilidad mental públicamente disponible para intentar caminos alternativos con resultados significantes. La inercia hobbessiana de las burocracias públicas intentaba competir fiscalmente con el tiempo real de las decisiones transnacionales de las megacorporaciones, afrontando la fatal obsolescencia de la metaindustria militar. Sus abuelos / tatarabuelos habían conciliado tanto tiempo el sistema gravitatorio de Newton con las ideas preeinstenianas de un universo en expansión permanente, que sus epígonos políticos de aquel fin de milenio podían seguirse imaginando al frente de locomotoras con mayor o menor potencia histórica de progreso.
Una horrible metáfora mecanicista, popularizada inicialmente por la revolución bolchevique y sus titánicos maquinistas (Lenin, Trotski, Stalin), seguía ocupando tanto tiempo después la imaginación futurista de muchos gobernantes europeos. Públicos portavoces de satisfechas democracias de voraces consumidores (Galbraith, 1992), difícilmente podían encarar la turbulenta planetanización del horizonte mundial, resonando sobre cada escenario local.
Inercias mentales de 200 años de nación-estado impedían registrar a tiempo los signos paradójicos del futuro emergente. Metidos en el vertiginoso agujero negro de su mutación tecnopolítica, los Estados europeos, a través de sus altas nomenclaturas, imaginaban su autonomía regional como si (todavía) el Planeta humano no fuese más que posible presa imperial para la concurrencia mundial de aquel Viejo Mundo eurocéntrico con la Potencia americana y su ambicioso colega japonés. Pese a contemplar el desplome oriental del imperio soviético, la explosión yugoslava y la escalofriante miseria y violencia de amplios espacios planetarios, sometidos al desastre ecológico de su explotación / mercado mundial, muchas nomenclaturas locales equivocaron la sinergia real de aquel mundo planetario. Cegados por viejos estereotipos de soberanía y prepotencia estatal, numerosos líderes políticos y financieros sucumbieron a la vertiginosa velocidad del cambio de era. Ante la efervescente expansión / implosión financiera del mercado mundial, los países del Mercado Común no fueron capaces de soportar el exceso de incertidumbre, creado por el año electoral americano y su vacación imperial del dólar, interconectando el crítico mercado atlántico con el ralentizado boom del Pacífico. La gran depresión prevista en términos inexactos para 1990 (R. Batra, 1987) estalló en el 92.
Tal y como la intervención del golfo Pérsico no consiguió recuperar la galopante crisis tercera ola del inflacionario boom de los años ochenta, sino más bien acelerar los impactos disruptivos de su resaca planetaria, la errada estrategia del Tratado de Maastricht disparó la quiebra del sistema monetario europeo, obligando a replantear los términos de la proyectada unión. ¿Cómo construir una muralla china de eurofronteras y mandarinesca eurocracia interior frente a las turbulencias exteriores del planeta humano? ¿Cómo edificar una Europafortaleza exterior al resto de la humanidad? ¿Cómo absolver la vieja pulsión predatoria de la soberanía estatal proyectándose imperialmente sobre su interna población local y su inmediato entorno mundial? La voracidad fiscal de aquella sobreorganización cancerígena se incrementaba al compás de su despilfarro estructural y su pérdida de legitimidad. La quiebra del sistema monetario europeo coincidía con la avanzada pérdida del crédito público que por esos años sufría el liderazgo político en la democracia industrial de masas: un intelectual francés (Revel, 1992) llegó a hablar de "la putrefacción por la cabeza o la cleptocracia".
Tras el carnaval de jefes de Estado que fue la fallida cumbre ecológica de Río de Janeiro, el fiasco Maastricht congregó en Washington las máximas autoridades económicas de la crítica Europa Mercado Común: en sintonía con las fluctuaciones alcistas del yen y el dólar, el Banco Federal Alemán tendría que administrar la eurocrisis monetaria. Aterriza como puedas. Aquel referéndum, espectáculo final de la grandeur nacional, aproximaba hacia el Panteón al último presidente de la V República Francesa: tras la catástrofe electoral PSF, su último primer ministro se disparó un tiro en la cabeza. La República Italiana era ya un esperpento digno de un nuevo Suetonio: la democracia-mercado estallaba en violencia mafiosa y corrupción. En la República Federal de Alemania, la atascada reconversión-reunificación, con su peculiar escandalera, multiplicaba la crónica tensión entre el gigante económico y el enano político, eruptando racismo y violencia urbana. En un patético discurso, la reina inglesa declaró horrible el año 1992. En la óptica de muchas nomenclaturas locales, 1993 fue peor.
Podríamos entender aquel momento crítico 1992-1993 como implosiva eclosión del gran vacío de liderazgo imperial abierto con las elecciones presidenciales en Estados Unidos. Aquellas atípicas elecciones en que el pueblo americano empezó a tomar conciencia de los arrasadores costes mundiales de su propia crisis interna. En el límite, NATO y SEATO seguían siendo las dos grandes alas de la República Imperial, sobrevolando su propia hegemonía planetaria. Ningún césar anterior se había asomado al riesgo abisal de una tal superpotencia, liderando la caótica emergencia del planeta humano en la crisis de aquel milenio. El V Centenario celebró también el definitivo traspaso de la égida imperial desde el Viejo al Nuevo Mundo -algo que ya databa de la victoria aliada en la II Guerra Mundial-. Toda la energía política de la República Imperial, masivamente renovada y rejuvenecida por el triunfo electoral de Clinton, tendría que movilizarse para afrontar los retos entrópicos de aquella crisis mundial. En el Viejo Mundo, la mecánica inercia eurocéntrica de sus Gobiernos, confluyendo en ese horizonte crítico con la insidiosa tensión fin de milenio, contribuía a disparar viejos fantasmas de la Gran Depresión y el Tercer Reich. Al final de un ciclo siempre vuelve la memoria espectral de la catástrofe originaria. Una y otra vez, a lo largo de 200 años, el destino de la democracia en Europa seguía unido a su fluyente sinergia con la República Imperial.
Tomados ya por este vertiginoso tránsito de milenio, nos sentimos arrasados por la invasión de futuros y futuribles con que Megápolis agobia o exalta la encapsulada existencia de sus urbanícolas. Y así, la argumentación en futuro imperfecto de nuestro fin de siglo deviene observatorio virtual de nuestra más pregnante actualidad europea. Como si en esta forma, discurriendo en términos de fantaciencia (Asimov, Jünger, Herbert), se nos hiciese más fácil una cierta representación mental de la presente crisis mundial.
Todo hace sospechar que andamos metidos en ese yin-yang agujeronegro-nova que tipifica las grandes mutaciones civilizatorias. Con la sincronicidad ritual, ahora mismo, con que nuestro mundo occidental enfatiza apocalípticamente sus fines de siglo y de milenio. "Como no podía ser menos en las postrimerías de un milenio, la atmósfera que reina en el mundo es contradictoria e inexplicable: en unos sitios es prometeica, con grandes fuegos y manos tendidas hacia las estrellas; en otros es apocalíptica, con sentimientos de culpa que remuerden la conciencia" (Ernst Jünger, La tijera, 1990-1993).
Carlos Moya es escritor y sociólogo. UNED
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