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"¡Es Miguelín, es Miguelín!"

Hace 25 años, un 18 de mayo, los aficionados de la plaza de Las Ventas, codo con codo, rodilla con rodilla, mirada con mirada, se preguntaban quién era aquel osado que, traje oscuro, gesto desenvuelto y confianza torera, en acto de descarada espontaneidad, se pasaba por el cinturón un toro de Soledad Escribano de Bohórquez en la mismísima primera plaza del mundo. Y lo que es peor, un toro que pertenecía, en orden de lidia, nada más y nada menos que a Manuel Benítez, El Cordobés. Después de ajustar los primeros prototipos dé prismáticos que se llevaban por aquel entonces, los pocos, y de restregarse los ojos, los más, todos convinieron en que se trataba de... ¡Miguelín!Tuvo tiempo el espontáneo de tocar al toro por delante y por detrás, de dar explicaciones, de pedirlas, sobre el fondo y la forma de heterodoxia, todo ello con el pupilo de Bohórquez a su lado, testigo excepcional de un acto de desmitificación del espada cordobés que, al decir del torero malagueño, se estaba valiendo de su condición de número uno y bálsamo de masas para perjudicar su carrera.

Más tarde, después de la intervención de grises y autoridades, se pudo saber que, ante las dificultades para pasar el reconocimiento veterinario de la corrida que había de matar Benítez ese día 18, sin consultar con nadie, se había trasladado al día 18 la corrida de Escribano de Bohórquez con la que había de medirse, entre otros, Miguelín, el día 19 de mayo.

Es decir, que Miguel Mateo sometió, con 25 años de antelación, a El Cordobés a la máquina de la verdad del toreo. Dicen tanto Suárez-Guanes como Carlos Abella que el hotel Palace de Madrid se constituyó en epicentro de la conmoción de la vida española. Allí llegó el torero de Algeciras pasadas las diez de la noche del día 19 de mayo, después de pagar una multa de 40.000 pesetas en la Dirección General de Seguridad.

Lo primero que hizo, en mitad de la tempestad de informadores, fue entregar 1.000 pesetas de propina -"lo único que tengo aquí"- a un botones del carismático recinto hotelero. Las mismas 1.000 pesetas con las que se podía adquirir, por aquel entonces, una barrera de sombra de la plaza que había visto la irreverencia, la iconoclastia, hacia el establishment taurino de un torero ocupante de las zonas medias del escalafón, y que, desde ese momento, las abandonó para ocupar las más altas.

El Cordobés no debió sentirse extrañado porque él mismo había saltado vestido de calle en las plazas de Madrid, Aranjuez y Córdoba. Similar numerito perpetró Pedrín Benjumea, en Sevilla, en 1973, ante un toro de Palomo Linares, lo que le valió al primero la retirada de la licencia profesional por dos meses. Continuadores, en definitiva, de los hábitos del gran Ignacio Sánchez Mejías, quien, en varias ocasiones, saltó del tendido a parear algún toro, con la aprobación de los toreros intervinientes.

Una vez más se confirma que, en España, los acontecimientos son tales en el momento de producirse y 25 años después. Miguelín, Dubceck y Dani, El Rojo, tres personajes que sacudieron la conciencia de un mismo país.

Antonio Campuzano es periodista.

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