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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El amago judicial del 'Caso KIO'

LA ROTUNDA acusación de prevaricación del Gobierno en el caso KIO presentada por el Partido Popular el pasado lunes por boca de su secretario general, Francisco Álvarez Cascos, no se hizo ante un juzgado de guardia, sino ante los medios de comunicación. Es un dato que podría resultar desconcertante. Si se añade que dicha presentación se realiza en plena precampaña electoral y que la acusación es utilizada como munición de grueso calibre en el debate entre candidatos celebrado horas despúes, el desconcierto se torna en sospecha de utilización electoralista del asunto, es decir, como parte de una táctica de los conservadores, deseosos de ganar simpatizantes y votos con su denuncia. Un planteamiento discutible -como casi todo-, pero dentro de una cierta lógica.El problema de comprensión surge cuando, inmediatamente después, quien presentó la contundente acusación -un informe de más de 500 páginas- matiza que la interposición de la querella se retrasará, "teniendo en cuenta que nos encontramos en proceso electoral y con el fin de evitar que el ejercicio de la acción penal pudiera considerarse con finalidad mera o exclusivamente electo ralista". El desconcierto irrumpe de nuevo. Si, como se afirma, hay pruebas suficientes de delito, no se entiende por qué no se presenta la querella. Y si se alega que es un gesto caballeroso para no interferir penalmente en un proceso electoral, no tiene sentido anunciarla ante los medios de comunicación. Sin embargo, la aparente contradicción puede tener una explicación: todo lo que sirve para crear confusión sobre el rival favorece los intereses propios. De ahí que se amague pero no se dé. Que se dejen caer acusaciones más o menos veladas sobre Filesa y KIO, que se entremezclen sugerencias de presuntos casos de financiación irregular de los partidos con posibles errores de interpretación jurídica que, en todo caso, parecen enmarcarse más correctamente en la vía de lo contencioso-administrativo.

La novedad esencial del anuncio del Partido Popular sobre el caso KIO es la de tratar de demostrar que el Gobierno sí conocía el carácter estatal de dicha oficina de inversiones y' por lo tanto, la inevitabilidad de que sus operaciones en España tuvieran el visto bueno previo del Consejo de Ministros. Para ello se basan en un escrito del entonces director general de Transacciones Exteriores al jefe del gabinete del ministro Solchaga y al secretario de Estado de Comercio, Miguel Ángel Fernández Ordóñez, que, en abril de 1987, recomendaba modificar la normativa vigente sobre las inversiones extranjeras o, en su defecto, convalidar a posterior¡ las inversiones ya realizadas por KIO. Si, como deducen los denunciantes potenciales, el ministro de Economía conocía el carácter estatal de KIO, quedaría en entredicho su intervención parlamentaria en la que lo negaba.

Ciertamente, ya en el ámbito político más que judicial, el desembarco de KIO hay que enmarcarlo en una etapa en la que el Gobierno cifra buena parte de la expansión económica en la entrada de capitales extranjeros sin preocuparse demasiado de su origen. Desde luego, cabe reprochar a los ministros de Economía e Industria el escaso seguimiento realizado a una tan voluminosa inversión, que, cuando menos, tuvo andanzas bastante sospechosas en el mercado de valores. La aprobación por parte del Consejo de Ministros del paquete KIO -al margen de que sea o no perseguible ante los tribunales- hubiera obligado a crear un comité de seguimiento y, posiblemente, se hubiera podido evitar al menos en parte el desastre final.

Sorprendente es, también, que el Partido Popular trate de volcar su artillería pesada, no sobre las repercusiones económicas y sociales tan evidentes (cerca de 500.000 millones de inversión evaporados y un futuro sombrío para 100.000- trabajadores), sino sobre el cumplimiento, o no, de un trámite administrativo. El propio Reglamento de Inversiones Extranjeras ha ido vaciándose en su contenido por la modificación evidente de las circunstancias económicas y políticas internacionales. Acusar de falta de seguimiento de dichas inversiones y no coadyuvar a la clarificación de las responsabilidades de sus gestores es, sin duda, confundir el rábano con las hojas.

La clave, a nuestro juicio, del asunto KIO es dilucidar quiénes, y cómo, son responsables de la quiebra actual; por qué se ha llegado a asumir la evaporación de 500.000 millones de pesetas y por qué las únicas investigaciones judiciales se llevan a cabo en el Reino Unido. Y en la rotunda denuncia de los conservadores no aparece ninguna de las cuestiones enunciadas ni, por supuesto, ningún plan alternativo para mejorar las expectativas de derribo y cierre de las empresas del grupo KIO.

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