La otra cara de la foto
Una española viaja a Yahuacorcha para conocer al niño de una aldea infantil apadrinado
JAVIER BARRIO, Trabaja en Madrid en un despacho de abogados de la calle de Capitán Haya, se llama Rosalbe García Esquilas, tiene 35 años, está casada, tiene tres hijos y un compromiso con la organización no gubernamental (ONG) Aldeas Infantiles SOS. Apadrina a un niño. Hace dos meses abandonó por unos días su trabajo y a sus hijos y voló, acompañada de su marido, Roberto Martín del Cura, de 42 años, hasta Quito (Ecuador). Su destino final estaba al pie de la laguna de Yahuacorcha, cerca de la ciudad ecuatoriana de Ibarra, a 200 kilómetros de Quito, donde esperaba encontrar a Miguel, un niño de nueve años, del que hasta el momento sólo tenía una foto y una ficha personal facilitada por la ONG.
Segundo Miguel Chicaiza vive con cerca de un centenar de niños abandonados o huérfanos en la aldea SOS de Imbabura, donde habitan en pequeñas e inmaculadas casas blancas. El pequeño tiene marcados en su faz esos profundos rasgos indígenas difuminados por el mestizaje; es inquieto, preguntón y le encanta jugar al fútbol. Ha sufrido en su niñez los rigores de la pobreza, la ignorancia, el abandono de su madre y la muerte de su padre.
Las 2.000 pesetas que su madrina española -tía a la vista de los niños- le envía mensualmente han contribuido a rescatarle de la calle y a proporcionarle un hogar y una educación. Rosalbe, que conocía su afición por el fútbol, le compró antes de salir de Madrid unas botas y un balón, pero olvidó coger la documentación que acreditaba su condición de madrina de Aldeas SOS y que indicaba dónde estaba el lugar en el que se encontraba el niño.
"Sólo recordábamos que la aldea estaba cerca de Ibarra. Mientras nos dirigíamos hacia allí, nos asaltaban las dudas: ¿existirá mi suscripción?, la ayuda puede haberse perdido, es posible que el niño no exista", recuerda Rosalbe.
"Al llegar sin avisar" relata,
es posible que pensaran que íbamos allí a espiar". Pero enseguida localizaron a Miguel en el archivo y me trajeron al niño que desde hacía cinco meses yo estaba apadrinando".
Rosalbe llegó a Imbabura cargada de caramelos para todos los niños. Miguel estaba abochornado porque todos sus compañeros le miraban con anhelo y turbados. "Enseguida me cogió de la mano y me arrastró hasta la casa para compartir su regocijo con sus hermanos de aldea. Estaba feliz", relata.
La aventajada estatura de Rosalbe, su media melena rubia, sus aderezos y su forma de vestir asombraban a todos los chiquillos, a los que la inusual visita de una madrina europea les llenó de regocijo y halagos. En los primeros años de la aldea, sólo uno o dos padrinos habían visitado Yahuacorcha.
"En un arranque de emoción, cuando estás con estos niños, te planteas la adopción. Luego, tras una reflexión, comprendes que procurarles el desarrollo en su propio medio, sus costumbres y su gente, es lo más adecuado y sensato", añade Rosalbe.
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