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Una gran dama

Doña Dolores de Rivas Cherif, viuda de don Manuel Azaña, presidente de la República, fue una gran dama. Pocas veces esta expresión se aplicará con más propiedad, justicia y legitimidad a una persona. Compañera enamorada de Azaña, seguirá su destino -fortuna, guerra, exilio- con discreción máxima. Ya solitariamente, sin hijos, vivirá con su familia consanguínea en el destierro mexicano -el gran país acogedor y fraterno- más de 50 años.No fue fácil su vida, como no lo fue para nadie en los terribles años de incivil guerra y posguerra. Pero doña Lola supo en todo momento reconvertir la dificultad, asumiéndola en dignidad sobria y apacible: humor, ironía y comprensión llenaban sus relatos y recursos, lúcidos y detallados, todo envuelto en un candor amable y dulce.

Mis tres residencias mexicanas -1939-1957, 1977-1979, 1982-1985-, de una u otra forma, remiten a esta gran figura de la sencillez. Mis memorias infantiles, niño exiliado en el México de los cuarenta y cincuenta, están, en efecto, llenas de estas imágenes, junto con las de otras personalidades republicanas. Doña Lola, en este contexto, representaba en la tragedia la serenidad, y en el extrañamiento, la grandeza moral y humana. Su modesta casa acogía a todos como símbolo de reconciliación y necesaria unidad.

Mi segunda residencia, no ya como refugiado (los españoles, en México, los trasterrados por la guerra civil, luego empatriados -en afortunada expresión de Gaos-, no éramos exiliados, sino refugiados), fue corno consejero cultural de la Embajada, al restablecerse las relaciones diplomáticas en el Gobierno de -Adolfo Suárez: México, como es sabido, era el único país que mantenía el reconocimiento de la República española en el exilio. Mexicanos y españoles podríamos contar incidencias y problemas que culminaron en este reencuentro democrático, aunque algunos ya han desaparecido: Jesús Reyes Heroles, Santiago Roel y Rodolfo Echeverría; Adolfo Suárez y Marcelino Oreja; Enrique Tierno Galván, Amaro González de Mesa y Raúl Morodo. En este periodo, 1978, tuvo lugar el encuentro de doña Lola Azaña con los Reyes de España. La carga, simbólica era grande. Y la iniciativa fue de doña Lola. Me llamó -a través de su sobrina Susana, compañera del legendario Colegio Madrid- para decirme, después de meditarlo largamente, que quería saludar a los Reyes. Recuerdo más o menos sus palabras: "Lo he pensado mucho. Sé que algunos no lo comprenderán y otros lo creerán prematuro, pero me he dicho: ¿qué haría mi marido como ex presidente de la República si viviera? Estoy segura que habría ido a saludar al Rey democrático de todos los españoles. Él no puede hacerlo; yo lo haré en su lugar". En su razonamiento había algo ya generalizado: la reconciliación necesaria. Pero hay algo más: la actitud del rey Juan Carlos. Para algunas personas, esta entrevista era también prematura, pero desde otra perspectiva: aceptar el hecho histórico y simbólico de la República por parte de la monarquía. La cuestión quedó zanjada, sin plantearse polémicamente, cuando el Rey, al repasar el programa de la visita, de forma espontánea preguntó: ¿No es ya muy mayor doña Lola? ¿No debería ir yo a verla a su casa? Con estas dos sencillas preguntas la entrevista estaba asegurada. Y, en efecto, el encuentro -al que asistía yo como privilegiado introductorse produjo en uno de los salones recogidos de la Embajada. Y guardo aquella foto como uno de los recuerdos más preciados de nú carrera: un Rey juvenil y simpático, una Reina amable y acogedora y una Dolores Azaña emocionada hasta las lágrimas.

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Pasó el tiempo, y volví en mi tercera residencia mexicana como embajador, cerrando así el círculo del realismo mágico: de niño del exilio republicano a representante del Rey legítimo de una España tolerante y abierta; Ia mueca del odio apaciguada", que diría Enrique Díez Canedo.

Doña Lola -la tía Lola- nos contaba mil y una anécdotas, maravillosamente relatadas con una minuciosidad Prodigiosa. Por esas coincidencias que bordean el milagro fui yo también quien, pasados cinco años, le presenté -después de capear una tormenta sobre México- al presidente del Gobierno, Felipe González. En otra ocasión memorable conseguí reunir en la residencia de la Embajada a Lola Azafia y a Concha Prieto, la fogosa e inquieta hija de don Inda. Había que oírlas rivalizar aportando precisiones y detalles a recuerdos comunes y quejarse a la vez de su mala memoria. Caían en la paradoja evocada por Luis Rius, uno de los malogrados poetas de la generación exiliada y biógrafo de León Felipe -el poeta barco-, que se lamentaba de la exacta persistencia de sus impresiones pasadas: "Siempre olvido olvidar por aquella horrible falta de memoria mía".

Durante tres años, mi mujer, Regina, y yo intentamos convencer a doña Lola para que volviera a España y visitara de nuevo Madrid y Alcalá de Henares, La Granja y El Escorial. La respuesta era siempre la misma: "No puedo volver; no podría resistir ver los lugares por los que me paseaba con mi marido y verlos sin él; no lo resistiría". Y así ha sido. Se ha ido sin volver, arropada por sus memorias y su modestia, y por el cariño inmenso de todos los que la conocimos y quisimos.

Emilio Casinello Aubán fue embajador de España en México.

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