Deshonor y también guerra
El castillo de naipes construido al alimón en Cantabria por el PP y Juan Hormaechea se ha derrumbado con el primer soplo de la galerna electoral. El actual presidente de la Comunidad Autónoma había obtenido su investidura en junio de 1991 con los votos de su propia formación política -la Unión para el Progreso de Cantabria (UPCA) - y el resignado apoyo de los populares, que prefirieron ese mal supuestamente menor a un eventual Gobierno del PSOE. Después de su nombramiento, Hormaechea simuló el ingreso colectivo de la UPCA en el PP, pero conservó cucamente la denominación registral de su partido, hermano durmiente a la espera de un despertar glorioso; su decisión de presentarse a las elecciones al frente de la resucitada UPCA, para aspirar personalmente al Senado y disputar los escaños de ambas cámaras al PP, ha forzado a los populares a impugnar su candidatura. Las razones del paso dado por Hormaechea serían atendibles en un culpable, pero resultarían absurdas en un inocente: procesado por el Tribunal Superior de la Comunidad, el presidente regional quiere ser senador para gozar de inmunidad parlamentaria y acogerse al fuero procesal del Supremo.Los cielos se han abierto para dejar caer chuzos de punta en forma de injurias; por lo pronto, Hormaechea le ha colgado unos correajes a Álvarez Cascos y le ha enviado como jefe a un campo de concentración nazi. Regresamos así a la escena primigenia de la anterior ruptura del PP con Hormaechea, elegido en sus listas como independiente para desempeñar primero la alcaldía de Santander y luego la presidencia de la Diputación. En noviembre de 1990, unos periodistas sorprendieron de madrugada a un Hormaechea fanfarrón y dicharachero acodado en la barra de un bar y soltando chocarrerías machistas contra Isabel Tocino, Fraga y Aznar; la dirección del PP se dio por aludida, sentó la doctrina de que la dignidad está por encima de las conveniencias políticas y se coligó con el PSOE para derribar al malhablado Hormaechea y formar un Gobierno de gestión con el socialista Jaime Blanco al frente. Pero llegaron las elecciones auto nómicas de 1991: la UPCA recién fundada por Hormaechea quedó casi empatada con el PSOE y dobló sobradamente al PP en votos y escaños. En tonces, José María Aznar -tras pasar por el diván terapéutico - de Martín Villa- guardó los argumentos éticos en el arcón, releyó los escritos de Maquiavelo sobre la autonomía de la política y acordó con Hormaechea el pacto que acaba de irse a pique. Aunque esa reconciliación poselectoral permitió recomponer provisionalmente la destrozada vajilla, ningún pegamento podrá arrejalar ya este segundo estropicio. Parafraseando a. Churchill, cabría concluir que los populares sacrificaron en 1991 el honor para lograr la paz de la derecha; en 1993 tienen no sólo deshonor, sino también guerra. Seguramente es falso que la letra con sangre entra; pero tal vez el aprendizaje de la decencia pública pase por la pragmática comprobación de los desastrosos resultados a que conduce el oportunismo desnudo de los acuerdos políticamente inmorales.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.