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No molestemos a papá

Es curioso comprobar una y otra vez hasta qué punto cala en lo más hondo de nuestro pensamiento, de nuestros actos, de nuestra conducta, el miedo, el terror, que inspira un padre autoritario. No hace falta que el padre sea camal; con ser espiritual basta, y a veces, en este caso, su sombra es aún más paralizante. Esto, al parecer, todo el mundo lo sabe, pero nadie jamás lo reconoce cuando se trata del propio padre, y menos si es espiritual, tal vez por aquello de ver la paja en el ojo ajeno, pero no la tranca en el propio...Esto viene a cuento de Fidel Castro. Padres como él, además, son corno madres: sólo hay uno (o, en todo caso, sólo queda uno). Aunque debería estar ya a estas alturas curada de sustos, no puedo evitar la perplejidad que me produce verificar cuán padrecito, por no ser menos que su colega Stalin, fue y sigue siéndolo de, por lo menos, dos generaciones no sólo de cubanos -los más sufridos, claro-, sino de gentes del mundo entero, todas ellas enfermas de servidumbre voluntaria, como suelen estarlo los buenos hijos.

Estos buenos hijos, durante décadas, fueron, en el mundo entero, sólo rojos. Pero en España se da el caso de que también los tuvo azules, con pin de yugo y flechas. Los hijos de hoy, claro, ya no son lo que eran, pero las distintas versiones actuales de aquéllos, firmes en el miedo y en el masoquismo filial, continúan la tradición, si bien con diferentes modales. Dos ejemplos, uno de cada versión.

1. En este mismo periódico leo el 21 de abril que Fidel "se interesó el lunes por el posible resultado de las elecciones generales que se celebrarán en España el 6 de junio [¿desde cuándo este interés por una convocatoría democrática?] y por le, que supondría para su país un eventual triunfo del Partido Popular". Y se entrevistó "durante dos horas y media con el eurodiputado conservador Fernando Suárez, con quien abordó el tema de los derechos humanos". Al salir de la entrevista, el señor Suárez manifestó, con evidente admiración, que, pese a que había hablado con franqueza a papá del poco caso que le hace a eso de los derechos humanos, éste "no se molestó"...

(¿Y por qué habría de molestarse?, pregunto yo. Durante más de 30 años, con la jeta propia de todo fundamentalista, consiguió que tirios y troyanos le adoraran, le adularan y le temieran sin que a nadie, salvo a los entonces tildados de gusanos -hoy repentinamente convertidos por los nuevos conversos en disidentes-, se le removieran las entrañas).

Añade Suárez en la mencionada noticia, enviada desde La Habana por Mauricio Vicent, corresponsal de este periódico: "Al despedimos me dijo que era comprensible la preocupación [por la cuestión de los derechos humanos] y que aceptaba mis consejos". Realmente, ¡no nos lo merecemos! Fijaos, ¡tan comprensivo, tan amable, pero tan gallego él, al pie del cañón, todo un hombre, con las partes bien puestas, hasta el final, que aquí mando yo, y si hay que acabar comiendo hierba, pero con botas, gorra y fusil, todos a pasar por el tubo, porque yo sé lo que es bueno para mí y, por consiguiente, para el resto de la humanidad! Y Fernando Suárez, que, por lo visto, se siente resto de la humanidad, arropa, se aviene, temeroso, al omnipotente. Declara, radiante, doblemente sumiso: "Él elogió mucho a Fraga, y yo le expresé que sería contradictorio que de pronto el partido adoptara una actitud distinta a la que ha asumido Fraga con hechos". Amén. El círculo se cierra: Franco, Fraga, PP, porque, como bien reconoce el propio Suárez en su exaltación de hombre bueno, recto y muy español, "Cuba es un tema casi nacional".

(Por cierto, ésta es otra: ¿por qué Cuba, con o sin Fidel, es más nuestra que Santo Domingo, Costa Rica u Honduras? Pero esto nos llevaría, aquí, lejos de esta jodida historia de familia).

2. El otro ejemplo, contrapunto del anterior, tal vez por haber sido noticia involuntariamente yuxtapuesta estos días en la prensa española, es el que nos ofrece la patética presencia en España de la señora Dulce María Loynaz, nonagenaria poetisa cubana galardonada este año con el Premio Cervantes por un Ministerio de Cultura socialista, acompañada de un numerosísimo -y, por supuesto, superfluo- séquito de siervos funcionarios por cuyos gastos de viaje y dilatada estancia, nos guste o no, pagaremos todos los contribuyentes para mayor satisfacción y gloria de papá Fidel, para quien, como es sabido, la poesía es cosa de mujeres y maricas, pero a quien este repentino y prestigiado protagonismo isleño le va de perilla. ¿Qué ha querido premiar en realidad, aquí y ahora, un jurado apadrinado por un ministerio tomado por el partido de Guerra al otorgar semejante premio a tan ilustre desconocida, a tan desvaída obra? ¿Acaso podía ignorar que, de hecho, al recoger el Premio Cervantes tan hialina figura, éste en realidad se convertiría en el reconocimiento oficial de ese amasijo de emociones encontradas que fue / es Cuba, que, como todo el mundo sabe, no es de los cubanos, sino de Fidel? ¿Cómo no preguntarse por qué, de premiar a un escritor cubano de prestigio, reconocido como tal en el mundo entero, que acostumbra a viajar por libre y sin servidumbre, no se ha premiado a Guillermo Cabrera Infante, por ejemplo? Pero, claro, lo que al más tonto no se le escapa es que, premiando a Guillermo, no sólo sería imposible homenajear de paso a Fidel, sino que, esta vez sí, éste se habría molestado mucho. Mejor dicho, se habría cabreado de verdad. Y cabrear a papá, al parecer, "no es oportuno". Alegan incluso algunos de los más nostálgicos del lirismo izquierdista: "Hay que tener en cuenta los vínculos históricos y culturales que unen España a Cuba", ¡y se quedan tan panchos!

En este segundo ejemplo, en cambio, no se cierra círculo alguno. Pero los que sí tenemos memoria y estamos pendientes de la cultura nos hemos quedado con el lamentable espectáculo de un trasnochado, desplazado e inoportuno vasallaje.

(Por cierto, ¿cuáles son estos vínculos históricos y culturales tan especiales que los distingue de los que puedan unirnos a México, Argentina o Colombia?).

Peor aún, nos hemos quedado con la decepcionante sensación de que aún no nos hemos librado en este país, unos y otros, del complejo de Edipo. Seguimos temiendo, unos y otros, los cabreos paternos, seguimos dorando la píldora del horror para sobrevivir a él con buena conciencia, seguimos ignorando la demencia totalitaria para no cuestionar los propios miedos, los propios errores, las propias debilidades y los propios engaños. Y, lo que es peor, seguimos dejándonos seducir (¿someter?) por el poder, ese poder al estado puro, primigenio, el que detenta el que tiene más cojones, el que aguanta más, el que no se rinde, el que se hunde con el barco que él mismo ha llevado a la deriva, más allá de toda sensatez, de todo argumento.

Seguiremos pendientes de no molestar a papá.

Beatriz de Moura es editora.

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