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Un tiempo nada feliz

Juan Cruz

Eran malos tiempos aquellos que precedieron al referéndum en virtud del cual el Gobierno socialista asoció España a la OTAN. Fue una época muy complicada, acaso la más decisiva de una transición que quizá ha durado mucho más de lo que dicen las estadísticas.De nuevo, por fortuna sin la atricida de episodios anteriores, el maniqueísmo histórico puso a unos españoles frente a los otros, con el agravante, además, de que muchos pidieron un voto u otro de acuerdo con estrategias momentáneas o con intereses cuya coyuntura poco tenía que ver con la verdadera raíz de aquella consulta popular concreta.

Muy pocos ciudadanos, entre los que se hallaban conscientes de la responsabilidad histórica que significaba apoyar una opción o la otra, escaparon a los zarpazos de tremendo maniqueísmo, impuesto además por la propia naturaleza, militar, tajante, del referéndum.

El nivel de la discusión fue agrio, desmesurado. Brutal. Acaso el nivel de agresividad verbal de los distintos periodos históricos no se advierte cuando las cosas están sucediendo, porque muchas veces el ruido y la furia del momento no dejan escuchar los silencios asombrados que siempre hay entre las diversas capas de la controversia. Pero el recuerdo que se tiene hoy de aquellos desafueros resulta bastante simbólico de la, legendaria, y real, tradición intransigente española.

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Parece como si los españoles tuviéramos siempre que hallar un pretexto para levantar la, voz, para parodiar las diversas formas del grito. Entonces fue: la OTAN, otra vez la guerra, propiamente dicha, en otros tiempos fue el aborto, e incluso, el divorcio -un derecho ciudadano que no debía suscitar controversia alguna- constituyó, el pretexto para abrir esa puerta, que el español tiene habitualmente dispuesta para considerar que el argumento ajeno ha, de descalificarse antes de ser escuchado.

Las piedras siguen estando ahí para tropezar. Una suerte de paz rabiosa vive la España, de la transición infinita. El ruido es incesante, el insulto es habitual y la descalificación de las ideas o actitudes ajenas comienza a ser atosigante. Incluso, aquellas ideas que piden sosiego, discusión pausada y, en fin, un nuevo lenguaje son desechadas porque se asocian a la defensa de aquellos que suelen recibir los mayores ataques, como si pedir calma resultara un modo de aplaudir o de olvidar.

Se diría que el clima amenaza con ser irreversible. Nos hemos acomodado tanto a ese lenguaje tajante, en el que el español afirma que él siempre va con la verdad por delante, y además que no cree en la verdad de los otros, que la vida pública -y la vida publicada- parece más un frontón que aquel estadio griego que reclamaba Pemán como único sitio donde era posible el ejercicio de la democracia.

La serenidad parece imposible. Es probable, porque eso es así desde que existe el mundo, que haya inocentes y culpables en cada uno de los estamentos notorios de la sociedad -la política, la economía, la cultura, el periodismo-, pero empieza a resultar sospechoso en la consideración de las culpabilidades y las inocencias que los inocentes y los culpables sean habitualmente los mismos.

Todos, desde todas partes, hemos contribuido a ese clima. Los españoles que trabajamos en diversos aspectos de la información, la política y la economía, por citar tres elementos esenciales del barrizal en el que se ha constituido nuestra manera de convivir, hemos dejado a un lado lo que sería el libro de estilo fundamental de esa convivencia y hemos sustituido el contraste, la verificación y la duda por la intransigencia y por la rabia.

La vida pública está pobladísima de ejemplos de esta temperatura agobiante en la que vivimos, como si ya fuera normal e indispensable la sensación de deterioro. Decir ejemplos, por otra parte, contribuiría poco en este instante a deshacer el nudo en que se ha metido la convivencia en todos los planos en que ésta es de interés general. De lo que se trataría ahora, si es que verdaderamente queremos introducir sosiego, es de regenerar el lenguaje para acabar con los valores absolutos cuya defensa culmina siempre con el efecto maza, con el puñetazo encima de la mesa para indicar que más allá de lo que uno opina no puede introducirse la verdad de los que hablan más calladamente.

En esa difusión cotidiana del ruido se ha confundido gravemente la vida pública, la vida privada e incluso la vida íntima de los ciudadanos; da la impresión, a veces, de que, como dice el famoso corrido mexicano, la vida no vale nada, cualquiera puede ser perseguido, humillado, ofendido, hasta que se demuestre lo contrario, y, además, cuando se demuestre, tampoco importará nada si se le repara o no el daño. Ni siquiera aquel viejo favor judicial que indicaba que nadie es culpable mientras no sea declarado así por un tribunal competente rige ya para la vida cotidiana, y esa sospecha permanente que vive como espada de Damocles sobre la cabeza de medio mundo terminará algún día, acaso, cayendo también sobre la cabeza de los presuntos inocentes del. otro medio mundo.

No estamos, como es obvio, en tiempos del primitivo debate sobre la OTAN, ni parece -aunque se hagan oír- que haya ruido de sables, pero los españoles somos los mismos y volvemos a arrojamos miedos mutuos, piedras que rechinan en los vidrios de una convivencia de cristal, lugares comunes que a fuerza de ser repetidos resultan ya consustanciales con una conversación inútil y truncada, desesperante. Un tiempo de un griterío insoportable. Una época rápida, irreflexiva, viscosa e inquietante. Acabaremos por fabricamos un tiempo nada feliz.

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