El arte de iluminar la verdad
Con 170 obras (89 pinturas, 21 esculturas y 60 dibujos), las primeras fechadas a comienzos de los años cincuenta y las últimas de ahora mismo, esta retrospectiva del pintor manchego Antonio López (nacido en Tomelloso en el año 1936) es, con diferencia, la más completa de cuantas ha realizado, que fueron esas dos del año 1985, exhibidas sucesivamente en Albacete y Bruselas, pues, para que se hagan una idea, la primera constó de 45 obras, y la segunda, de 73.Por otra parte, si reparamos en los excéntricos emplazamientos de ambas, hay que percatarse de que, no digo ya en Madrid, ciudad en la que el llamado representante del realismo madrileño no había expuesto individualmente desde hace varias décadas, sino que prácticamente tampoco lo ha hecho en ningún sitio de nuestro país, lo que supone que casi nadie ha podido contemplar directamente, salvo de manera muy parcial y coyuntural, la obra de este artista paradójicamente tan conocido y admirado.
Antonio López
Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Santa Isabel, 52. Madrid. Desde el 5 de mayo de 1993.
El anterior preámbulo quiere subrayar no sólo la importancia, sino la imperiosa necesidad de una retrospectiva como la que ahora se exhibe en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (MNCARS), además de justificar la exhaustiva acumulación de obras, que llena prácticamente una planta del edificio, porque alguna vez había que situar el fenómeno de Antonio López, con o sin polémica, en el terreno de la verdad, que no es otro que el de la contemplación directa de lo que ha producido y ha podido ser localizado y expuesto.
Excelentemente instalada, esta retrospectiva produce, de entrada, dos sorpresas: en primer lugar, el escaso número de obras realizadas por un artista durante un poco más de 40 años, y, en segundo, la accidentada y compleja trayectoria que revelan para un autor al que todo el mundo cree fácil identificar con una fórmula.
Respecto a la primera, el visitante enseguida podrá explicarse una producción comparativamente tan corta debido a que la mayor parte de las cosas de Antonio López están, por así decirlo, trabajadísimas -y no, por cierto, porque el mérito de ese trabajo resida, como la ingenuidad popular supone, en el labrado virtuoso de detallados primores, sino por su sustancia dramática de tientos, dudas, vueltas y revueltas-, pero, además, que su arte comporta uso de géneros, materiales, técnicas y hasta formatos variadísimos.
Fanatismo creativo
Se trata, así, pues, de una producción corta de alguien que no ha dejado de trabajar y que no ha dejado de plantearse desafíos y dificultades de todo tipo. Con todo, en el mito de la tardanza con que Antonio López ¿termina? sus obras hay otro factor también más relevante que el que le atribuye ser un creador lento de por sí - u obligado a serlo por esa minuciosidad realista enfrascada en el pormenor. Ese factor creo que se explica admirablemente en la bella película de Víctor Erice -El sol del membrillo-, pero también es perceptible observando con atención el conjunto de su obra.Es el factor genuinamente moderno del tiempo. Me explico: no perder mucho tiempo para pintar bien algo inmutable, sino apurar al máximo la representación pictórica para que sea lo más absolutamente fiel a un modelo transido por el tiempo; es lo que, desde mi punto de vista, debe llamarse iluminar la verdad, puesto que la luz es el reloj de la naturaleza.
Esa conciencia temporal de la realidad, genuinamente moderna, es la que le lleva a Antonio López no sólo a una estricta y ascética fidelidad a la percepción concreta que le ha inspirado, de tal manera que cualquier modificación de lo inspiradamente entrevisto supone la imposibilidad de continuar con un cuadro, sino a tratar de plasmar las vicisitudes temporales que continua y sutilmente van modificando un objeto mientras es pintado. En este sentido, los cuadros de Antonio López, como los de Vermeer, están plenos de incidencias por debajo de una apariencia encalmada. Lo intenta, además, en pleno fanatismo creativo, de forma distinta de la de los impresionistas, que es la ortodoxamente -la convencionalmente- moderna, pero, en absoluto, como algunos creen, la que encarna lo moderno en sí.
Por lo demás, esta retrospectiva pone en evidencia la accidentada y muy dramática evolución de Antonio López, que puede, si se quiere, hasta dividirse en tres etapas bien diferenciadas: la primera, hasta aproximadamente los últimos años de los cincuenta, donde se entrecruzan huellas españolas e italianas; la segunda, que abarca una parte de los sesenta, en la que en cierta atmósfera del surrealismo mágico se juntan los elementos texturales del informalismo y hasta del nouveau réalisme, y la tercera y última, que enfrenta a Antonio López más claramente con el problema antes descrito de la verdad temporalizada, que está toda ella bajo el encantamiento de la luz y de las luces.
Poesía de lo fugaz
No me da miedo contar de una manera tan simple algo de suyo muchísimo más complejo porque cuento ahora con la ventaja de la comprensión del visitante de la exposición, donde se puede comprobar otras muchas cosas, como el valor autónomo que concede Antonio López a cada uno de los géneros y técnicas, que pueden reflejar una obsesión común, pero que de ninguna manera lo hacen igual, lo cual nos obligaría a subdivisiones y matizaciones sin fin, casi tan interminables como algunos de los proyectos de este artista.Esta amplia retrospectiva, en definitiva, nos revela a un artista que se encuentra obsesionado con la verdad más que con la realidad, pero con un concepto de la verdad dramáticamente moderno, lo que supone esencia y existencia, ética y estética, una verdad temporalizada, fugaz, móvil, cambiante, casi inaprensible... Con esta loca poesía asienta sus reales Antonio López García, con su paso y su luz, muy suyo.
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