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Mayo lejano

Antonio Elorza

Inexorablemente, cada nuevo recital conmemorativo de Raimon nos va recordando a algunos el acercamiento de la vejez. Por mucho entusiasmo que ponga en su actuación el cantautor de Xátiva y por mucha complicidad que exista en buena parte del auditorio, aparentando que aún no es llegado el momento de arriar todas las banderas, el hecho es que éstas se encuentran desde hace tiempo plegadas y que lo más significativo de todo, el impulso de aquellos años, se encuentra definitivamente agotado. El 23 de abril, las evocaciones de Serrat en su matinada ruralizante, el Pi de la Serra replegado hacia su hombre de la calle, sin clamar contra los nuevos fills de Buda, o el Viglietti convocando una vez más a desalambrar, por no hablar del entrañable Pete Seeger, eran elementos de un un¡verso hoy desaparecido. Sin que debamos lamentarnos: todo aquello tuvo un sentido, y lo absurdo sería querer mantenerlo, como caricatura. El "todas hieren, la última mata" se ha cumplido ya para los años sesenta.Ello no significa, sino todo lo contrario, un llamamiento al olvido, ni una aceptación de las deformaciones que vienen haciéndose recaer sobre la imagen histórica del 68. Así, hace unos días, pude leer en estas mismas páginas con sorpresa que el 68 en España tuvo lugar en el 69espero que la profesora que hacía tal valoración, ya en la treintena entonces y, por tanto, con suficiente madurez, no haya olvidado el 69 que se nos cayó encima, desde enero, con la muerte del estudiante Ruano y el estado de excepción, que fue justificado por Manuel Fraga en una de sus más bochornosas intervenciones políticas. Pero más grave aún que los fallos de memoria sería la tendencia a vereja el 68 un simple prólogo de la transición democrática. Fue algo distinto. En el recital del 18 de mayo en Madrid, siempre a cargo de Raimon, el antifranquismo se fundía con la militancia obrerista, en gran parte hegemonizada por el PCE (el dinero para los trabajadores de Pegaso) y con el izquierdismo propio de la coyuntura europea. En aquel acto no había sitio para las personalidades democráticas de orden que saltarían a primer plano con la muerte de Franco (los Garrigues o Fernández Ordóñez, el PSOE no existía), y sí era lógico, en cambio, que se produjera un incidente como el cerco de la manifestación estudiantil al automóvil de la princesa Sofía. Aunque resulte impolítico recordarlo, Juan Carlos y Sofía eran entonces los símbolos de la continuidad del régimen y, como tales, detestados. El 76 fue otra cosa, aunque ahora la versión oficial de TVE trate de fundir ambos momentos presentando a un peludo Isidoro como asistente tipo de los recitales de protesta, a modo de anticipo de la síntesis final: Narcís Serra abrazando a Raimon en el Palau Sant Jordi, mientras cuidadosamente se elude en el reportaje la dedicatoria despectiva del A galopar por Paco Ibáñez a los políticos de la primera fila, único gesto en el recital acorde con el espíritu de mayo (cf. Informe semanal de 24 de abril).

Mayo del 68 fue vivido en Europa, y en España, como el inicio inesperado de un relanzamiento de las expectativas y de las formas de la revolución. A esas alturas resultaba claro el agotamiento del comunismo de tipo soviético como aliciente para las movilizaciones en el mundo occidental. Pero surgieron otros protagonistas, las nuevas generaciones opuestas a la sociedad del espectáculo, y también referentes ideológicamente confusos, pero con un alto potencial de incitación: la guerra de Vietnam, la lucha antimperialista del Che y de la revolución cubana, incluso la sacudida dada por Mao en la Revolución Cultural china, interpretada erróneamente como una explosión antiburocrática. La secuencia de los hechos de mayo en Francia, con la expansión generalizada de las huelgas obreras tras la revuelta estudiantil, hizo surgir el espejismo de que los mecanismos se habían alterado, pero que el cambio social revolucionario seguía en el orden del día. El gran rechazo auspiciado por Marcuse podría tener lugar, impulsado por la juventud, a ambos lados del Atlántico.

Un primer jarro de agua fría llegó con la reacción de la propia sociedad francesa, la cual, tras la manifestación masiva pro De Gaulle de los Campos Elíseos, y sobre todo en las elecciones inmediatas, mostró que mayoritariamente rechazaba todo género de aventuras, e incluso un relevo del poder favorable a la izquierda. Pronto siguió el brutal aplastamiento del mayo comunista, la Primavera de Praga, recordando a todos que la realidad internacional de los bloques permanecía intangible y que toda renovación del comunismo desde el interior quedaba excluida. Y, por fin, las esperanzas más a largo plazo basadas en la movilización obrera en Italia, en el autunno caldo, dejaron paso a una situación confusa donde, por una parte, el Partido Comunista de Italia avanzaba electoralmente a costa de jugárselo todo a la propuesta, nunca aceptada, de pacto con la Democracia Cristiana, mientras el legado inconformista se diluía en un conjunto heterogéneo de planteamientos, desde el radicalismo intelectual de Il Manifesto a la opción de lucha armada contra el sistema cuyo exponente serán las Brigadas Rojas.

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El hecho decisivo es. que el estallido del 68 no supuso el inicio de un proceso revolucionario, sino, por el contrario, el fin de una larga etapa histórica, de más de un siglo, donde la centralidad del conflicto había correspondido al movimiento obrero. La conflictividad se fragmentó desde entonces en la pluralidad de nuevos movimientos sociales marcados por su carácter parcial y la transitoriedad de su presencia política. Entretanto, la agonía de esa larga fase de la historia social europea dominada por el obreris-mo se constata a partir del fin de las grandes movilizaciones, hacia 1970. Por efecto del viejo topo que es el cambio tecnológico y económico, la guerra de movimientos que aún pareció llevar la clase obrera en el Mayo francés cedió paso a una lucha de trincheras, estrictamente defensiva, donde uno tras otro, y en condiciones de aislamiento social creciente, fueron cayendo los sectores que encabezaran la segunda revolución industrial, desde los míticos mineros ingleses a los trabajadores de la siderurgia de Sagunto, o de la construcción naval en la margen izquierda del Nervión. Paralelamente, desaparecerían las formas de sociabilidad que ampararan la persistencia de una cohesión social y política en la izquierda: el eje de la vida se desplazó desde el lugar de trabajo a los individualistas de aprovechamiento del ocio. La militancia obrera tradicional fue desapareciendo, mientras se imponía el sistema de valores propio de la sociedad de consumo de masas. Y, cerrando el círculo, las formas consolidadas de intervencionismo estatal, base de las estrategias de izquierda en el terreno de la política económica, tropezaron con dificultades crecientes en el marco de la crisis de reestructuración capitalista abierta en los setenta. El balance político es de todos conocido. No es extraño, pues, que mayo se encuentre hoy bastante perdido en la historia y condenado a una evocación de fondo nostálgico. Lo que no significa que hayan desaparecido las razones para la crítica, sin duda más poderosas hoy que entonces, ya que la ingenua confianza en un crecimiento capitalista autosostenido, capaz de superar todas las crisis por el simple juego del mercado libre, se encuentra hoy tan invalidada por la experiencia como lo estuvieran en su día las expectativas utópicas de los sesenta. Sólo que no se trata ahora de lanzar una invocación romántica a la imaginación o a la juventud rebelde, sino de plantear una exigencia, casi angustiosa, de renovación de la teoría y de las estrategias de oposición y crítica al sistema de poder vigente en nuestras sociedades.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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