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Joaquín Calvo Sotelo y sus circunstancias

JOSÉ MARÍA ALFARORecuerda el autor del artículo la vida y obra del recientemente fallecido escritor Joaquín Calvo Sotelo, en las que destaca su permanente interés, vitalidad y capacidad creativa además de sus esfuerzos por dignificar al gremio de autores.

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Nacido en una familia gallega bien asentada en la alta burguesía española, Joaquín fue un trabajador infatigable, un tenaz cortejador del éxito desde los años intrépidos e ilusionados de la adolescencia en que le conocí. Fuimos presentados en los correteos por los claustros y pasillos conventuales del viejo caserón de la calle de San Bernardo, donde funcionaban las facultades de Filosofía y Letras y Derecho, así como el rectorado de la prestigiosa Universidad Central. Procedente de un colegio de jesuitas, Joaquín era ya un alumno distinguido, un empollón, en la jerga estudiantil, un modelo para los delegados de provincias". Tenía claros los objetivos que le marcaban su clase y condición. La burguesía española, crecida e instalada a la sombra de las leyes desamortizadoras, entre el ensangrentado denuedo de las guerras carlistas y el fragor de asonadas y cuartelazos, creyó venida su hora con la restauración alfonsina, con la "monarquía de Sagunto". Lo creyó, o se lo hizo creer la gracia y la inteligencia políticas de Cánovas del Castillo, un ilusionista patrio, soñador de grandezas y curtido por desengaños y batallas.JCS, abogado del Estado, uno de los cuerpos más brillantes de la Administación pública, buen fortín para aguantar y desenvolverse entre los zarpazos sangrantes y los zancadilleos del vivir español, que encajaba como podía las tempestades de las revoluciones, la rusa vervigracia, y otras agitaciones más o menos violentas, tal las promovidas por las vanguardias artísticas y literarias. Futuristas, cubistas, ultraístas, surrealistas y demás ismos, zarandeaban las estructuras del modernismo finisecular y de las imaginarias y añoradas siestas de la belle époque. A las que habría que agregar el terremoto provocado en los escenarios por el genio y el ingenio de Pirandello.

Joaquín entrenaba su prosa, recorrida por destilaciones irónicas en pequeños artículos que iban trabajándose un hueco en el diario El Debate, dirigido por un brioso animador de organizaciones católicas, el más tarde influyente cardenal Herrera Oria. Pero su vocación profunda era la del teatro, dominado por aquellos días de vaivenes políticos y cruentas aventuras africanas por los nombres de Benevente, Amiches y Muñoz Seca. Entre ellos, sus fulgores y sabidurías, irá adelantando posiciones JCS sobre los "tablados de la antigua farsa"; ambiciosa trayectoria que recorrerá, prácticamente en solitario, con vagas aproximaciones a Jardiel Poncela, Edgar Neville, Miguel Mihura y Tono, compañeros de generación. Independencia que saldaría con variadas polénÚcas.

Un día, el Napoleón jacobino, "la revolución calzando espuelas", según Hegel le dijo al Goethe empelucado: "El destino en la tragedia moderna es la política". Lección que Joaquín experimentará en su misma sangre. Presencia en plena juventud la caída de Alfonso XIII. No sólo las raíces, sino el entorno social y familiar permanecieron firmes a la tradicional institución. El hermano mayor, José, llegará incluso a acaudillar las fuerzas monárquicas, y su asesinato, en los más turbios días del Frente Popular, funcionará como el criminal detonante de nuestra guerra civil. El ilustre apellido, que le acarreará riesgos y persecuciones por parte de uno de los bandos en lucha, le servirá en el otro de aparente aval indiscutible.

Lo que se ve es siempre engañoso, más engañoso aún si se contempla al trasluz del poder y la política. Joaquín lo olfateó antes de padecerlo y comenzó a fabricarse estribos y salvavidas. Los propios, para la conquista de los medios, intríngulis y bambalinas de la escena. Paso a paso, con tenacidad y osadía, a veces forzando puertas y situaciones, irá escalando los tramos y las rampas del éxito. Lo contemplaba desde lejos. Se acumulaban los años sin un encuentro, sin más noticias de él que las del redondeo de su personalidad en el cambiante espectáculos de la España del desarrollo.

Se sucedían libros y comedias. Joaquín procuraba atender todos los flancos. Cuando llegue la noche, El rebelde, Plaza de Oriente, la adaptación de La cárcel infinita son peldaños seguros hasta que llegan los grandes triunfos de La muralla y Una señorita de Valladolid. Su nombre se hace centenario en las carteleras y se van alineando los ansiados reconocimientos académicos y sociales. Ingresa en la Real Academia, preside la Sociedad de Autores y el Círculo de Bellas Artes. Casi ha agotado las cimas que otorga la sociedad española, poco dada a espontáneas generosidades; como compensación, es fecunda en termitas y roedores. Joaquín los oye trabajar a su alrededor. Sabe que no existen togas ni doseles que detengan las balas. Intenta adormecerlos con el obstinado tecleo en su fiel y antigua máquina de escribir, la que le acompaña, pues siempre cultivó con primor la mecanografia desde los días trémulos y dorados de la adolescencia.

Coro de añoranzas

Con ímpetu juvenil, más un exorcismo contra el tiempo que vuela que un recuento de trances y aventuras, celebra su 80 cumpleaños con una gran gala en el ambiente lúdico y teatral del Joy Eslava. Las memorias del antiguo escenario, aplausos y fantasmas bailan un coro de añoranzas sobre el histórico tablado que supo de tantas decepciones y apoteosis.

Joaquín archiva los aplausos y prosigue. La gran audiencia de sus programas en TVE acerca del lenguaje y el refranero no evitan su cancelación.¡Otros vientos, otras modas, otras consignas! Las nuevas generaciones, nunca dejó de acontecer cosa semejante, enarbolan en sus carros de asalto las divisas del borrón y cuenta nueva. JCS no capitula ni se deja arrollar. No nació para ser el centinela pompeyano, rígido bajo la lava, y menos aún el último de Filipinas. Vive hacia el futuro sin dejarse adormecer por la nostalgia. A los 85 anos, el dramaturgo, que no ha aceptado la jubilación, estrena una obra de ilusión primaveral que glosa la pasión de Enrique VIII por Ana Bolena. ¡Con cuánta emoción, al medio siglo de los primeros pasos, debió avanzar por el proscenio a recibir aplausos y agradecerlos a un público integrado, mitad y mitad, por maduros estrenistas añorantes y jóvenes posmodernos!

El autor de Una señorita de Valladolid no cede, insiste, gol pea la máquina y la imagina ción. En un almuerzo, su sobrino Leopoldo, ex presidente de un Gobierno del rey Juan Carlos, como buen representante de la estirpe de los Calvo Sotelo, me cuenta que su tío está "enfermo de cuidado". Voy a visitarle. No hablamos de viejos recuerdos ni de antiguas batallas, ganadas o perdidas. Sentado en un sofá, parece al acecho en su trinchera. Opina y planea sobre el periodismo, el teatro y la política actuales. ¡La vida que se abre el futuro, en él aguarda estar presente! Joaquín no deja de exigirse, al igual que continúa exgiendo a cuanto y cuantos se mueven a su alrededor. Sus palabras per siguen la entonación de siempre, pero al despedirme percibo en ellas, lo mismo que en su rostro, un inocultable temblor de melancolía. Espera vivir su posteridad, contemplarla, corregir esto y aquello. Modificar el horizonte de la escena -¡el de El gran teatro del mundo!-, el perfil de un personaje, el preciso redondeo de un diálogo. La esperanza siempre te ha sal vado. La esperanza, que es el único modo cierto de instalarse en el futuro, de ganarlo. ¡Adiós, Joaquín! Seguiré aplaudiéndote desde mi butaca mientras me permitan las circunstancias. Te lo prometo, en esta mañana de primavera en que te he visto por última vez, la primavera que tanto te gustaba.

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