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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El manantial del exceso

Con un espectacular despliegue de pinturas y esculturas recientes, realizadas entre 1992 y 1993, Darío Villalba (San Sebastián, 1939) nos presenta ahora en Madrid la continuación y eventual culminación de lo que el pasado año exhibió en la galería alemana Hasenclever, causando, por cierto, un considerable impacto. Tanto entonces, por lo que supuso de sorpresa, como ahora, como desarrollo e intensificación de las mismas, no se puede contemplar la obra actual de Darío Villalba como si se tratase de una convocatoria más entre las que periódicamente hace un artista consagrado, sobre todo cuando el propio implicado, a la sazón en plena madurez, apela al balance autobiográfico, a una reflexión ética y estética de lo que está convencido ha estado buscando implícitamente a lo largo de su ya dilatada trayectoria artística.En cualquier caso, quiero aclarar que la sorpresa de esta exposición no procede, en efecto, de cambios estilísticos aparatosos, ni siquiera cuando se trata de las esculturas de suelo -rollos de fieltro serigrafiado o imágenes impresas que cubren o se enredan con residuos industriales-, sino, por una parte, de la violencia descarnada de eso que Klee llamó "confesión creadora", que: en este caso incluye tanto lo autobiográfico como lo poético, y, por otra, de la no menos violenta plasmación de los recursos plásticos característicos de Villalba, la imagen y la pintura.

Darío Villalba

Galería Gamarra y Garrigues. Doctor Fourquet, 10-12, Madrid. Desde el 15 de abril de 1993.

En el interior

Ambos aspectos, ahora exasperadamente iluminados por Villalba, creo que han sido muy bien explicados por él mismo cuando afirma una fe casi ciega "en el manantial del exceso que sólo se encuentra en el interior". Ahí se encuentran, en efecto, tanto el misticismo español que habita en su obra como su peculiar egotismo, diferente por completo del narcisismo galante de Stendhal y de la cultura francesa en general, pues se impone como una llaga sin contemplaciones, al margen fundamentalmente de contemplaciones sociales, como el grito de alguien que está sordo, grito ahogado.La sordera acompaña a la tradición cultural y artística española, que se fija en imágenes por lo general poco heroicas, quizás como consecuencia del sentido providencialista heredado de la contrarreforma, que, además de exaltar la miserable heteronomía del hombre, es también, como señaló Juan de la Cruz, afección de la imagen en lo vivo que representa. Lo que eso incide en Darío Villalba, que desde sus orígenes quedó fascinado por lo más modernamente crudo de la representación de la imagen, que es la fotografía, se manifiesta, sobre todo, en la obsesión por lo que creo que puede denominarse su maculación pictórica, pero manteniendo la tensión entre ambas; esto es, sin mezclarlas, la imagen como imagen, la pintura como pintura.

En una desesperada lucha, por tanto, contra la estilización-estetización, el fantasma que más atormenta -y con razón- a Darío Villalba, éste ha llegado ahora a forzar cruelmente -a exhibir- los resortes ocultos de su intimidad. Aunque donde quizá este exceso cobre su mayor fuerza artística perentoria es precisamente en lo que él ha llamado "la pintura como instantánea", que supone fijar la imagen terrible como tal, a la vez que la pintura se expande asimismo como tal. No hay encuentro, intercambio o entrecruzamiento, sino sólo tensión entre dos realidades cruelmente autosuficientes.

Seres dolientes

No debe, así pues, extrañarnos que la sorpresa a la que antes apelábamos no tenga que ver con la renovación iconográfica de Villalba, que vuelve sobre algunas de sus imágenes más emblemáticas de seres anónimos dolientes, en los que siempre apunta el autorretrato, ni tampoco que se sirva de la evocación borrosa de alguna obra maestra de Rubens, donde "esa almohada de carne fresca", al decir de Baudelaire, se convierte en un tenebroso negativo fotográfico, ya que, en definitiva, es la tensión exaltada, el exceso, lo que pone lo real al límite de romperse, en carne viva, que es la piadosa afección de lo vivo que representa: la instantánea pictórica como escalofrío. Memorable exceso.

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