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Epígonos de recambio

Enrique Gil Calvo

Los partidos socialistas comienzan a hundirse por doquier. En Italia lo explica la corrupción, y en Alemania, su dificil proceso de unificación; pero ¿y en el caso de Francia o España? ¿Cuál es aquí la causa de la caída, cuya magnitud no parece justificable por el empeoramiento de la coyuntura? Nuestros vecinos pueden buscar consuelo en el descrédito de Mitterrand, capaz de asumir en exclusiva el papel de chivo expiatorio. Pero no es éste el caso español, donde González mantiene incólume el liderazgo del prestigio político. Sin embargo, pese a ello, y sin que la oposición conservadora tenga méritos suficientes, el socialismo español parece haber iniciado también su caída quizá irreversible. ¿Qué está pasando? ¿Asistimos a un turning point: una mutación histórica derivada quizá del fin de la guerra fría? Es posible que sea así pero, como el futuro es imprevisible, mal puede utilizarse para excusar o justificar la evidencia: el socialismo se hunde ante nuestros ojos por méritos propios. Creo por ello que deben buscarse causas políticas que lo expliquen (aunque sólo fuera la incapacidad de los socialistas para prevenir los acontecimientos), sin recurrir a la necesidad histórica.Tenemos, ante todo, el evidente deterioro del clima político, con la creciente sospecha de que la corrupción se generaliza, afectando tanto al poder (casos Guerra, Ollero y Filesa) como a la oposición (casos Naseiro, Burgos, Hormaechea y Calviá): pero la responsabilidad pública es privativa del partido gobernante, al que cabe exigir que la asuma y pague por ello. Asimismo, existe la percepción de que la práctica gubernamental ha venido cayendo en un economicismo cada vez más estrecho y estéril, renunciando a obtener más resultados que los surgidos como subproducto de las políticas monetaristas de ajuste. Lo cual obliga a depender por completo de las condiciones de intercambio exterior: tanto para lo bueno (la coyuntura alcista de 1985 a 1989) como para lo malo (la actual depresión con destrucción neta de empleo), con cuya responsabilidad debe cargar el Gobierno. Y por lo que hace a los objetivos políticos propiamente dichos parecen haberse reducido a la mera conservación del poder por parte del aparato del partido, limitándose a recaudar votos con sectario clientelismo a fin de mantener cautiva la cuota ostentada de mercado político. Todo lo cual se añade a la resaca de la transición (una vez consolidada la democracia) que, al reforzar el actual retroceso de las ideologías progresistas (refutadas por el fin de la guerra fría), ha generado una frustrante sensación de derrota y vacío político.

Pero lo anterior, con ser evidente por sí mismo, no parece suficiente explicación de la caída socialista, dada su desproporcionada magnitud. Debe haber algo más. Y este plus de fracaso político bien puede atribuirse al desastre de la política sindical (ejercida por omisión pasiva más que por acción positiva). A partir de mediados de los ochenta, el Gobierno ha sido incapaz de vencer la resistencia insolidaria y corporativista de los sindicatos: no ha sabido desmentir su demagógica propaganda ni ha podido evitar que los salarios y el consumo crezcan muy por encima de la inversión y la productividad. El resultado es que el empleo, que ya era el bien más escaso antes de la llegada de los 'socialistas al poder, se ha, convertido en un lujo tan sólo al alcance de unos pocos privilegiados (cuatro españoles de cada 10 en edad de trabajar, tasa ésta de desocupación que triplica el promedio europeo). Es cierto que parte de la responsabilidad hay que atribuírsela a los sindicatos (los de más baja filiación de Europa, junto con los franceses, y no hay casualidad alguna en esta coincidencia de fracaso socialista y fracaso sindical), ya que han actuado anteponiendo el oportunismo de sus reivindicaciones salariales más inmediatas a la creación compartida de empleo a largo plazo. Pero la responsabilidad última es, en definitiva, del Gobierno, que no ha sabido estimular la concertación social, creando los incentivos necesarios para reconvertir esta destructiva estrategia sindical.

Al no saber lidiar la resistencia sindical, el Gobierno permitió que se abriese un conflicto irresoluble entre el socialismo y los sindicatos (conflicto puntuado por dos huelgas generales y muchos otros episodios menores). Y de ese conflicto ha salido el Gobierno doblemente derrotado. Por una parte, le ha supuesto una derrota económica, pues se ha per mitido que los sindicatos se salgan coactivamente con la suya (como acaba de verse de nuevo con el proyecto de ley de huelga, pero ya se vio antes en muchas otras ocasiones), dictando sus condiciones al resto de la población con muy graves consecuencias, tanto sobre el nivel de precios como, especialmente, sobre el nivel de empleo. Pero, por otra parte, le ha supuesto también una derrota política, pues todas estas vergonzosas cesiones ante los sindicatos no han servido tampoco para reconquistar la legitimidad política que otorgaba el sindicalismo a las opciones socialistas; antes al contrario, pese a ganar todas las batallas (o quizá por ello mismo), las cúpulas sindicales han contribuido des prestigiando con rencoroso re sentimiento la política gubernamental, contribuyendo irreversiblemente a deslegitimarla. Estos dos fracasos de la política sindical del Gobierno (el económico, causante de la pérdida de empleo, y el político, causante de la pérdida de legitimidad) son el plus antedicho que mejor explica la magnitud de la caída del socialismo. Pues los fracasos se pagan.

¿Quiénes han sido los beneficiarios políticos de este doble fracaso del poder socialista?: tanto la oposición conservadora como la oposición comunista, según reflejó la macroencuesta de Demoscopia publicada recientemente por EL PAÍS. De la derrota política sufrida por los socialistas a manos de los sindicatos se beneficia claramente Izquierda Unida, cuyo crecimiento en las expectativas de voto no puede ser atribuido a sus propios méritos (dado su anacronismo político, pues es la única opción comunista que crece en Europa tras la caída del telón de acero), sino tan sólo a la deslegitimación del socialismo pacientemente lograda por los sindicatos. En cambio, quien se beneficia claramente de la derrota económica sufrida por el Gobierno es el Partido Popular, cuyo crecimiento en las expectativas de voto tampoco puede ser atribuido a sus propios méritos (si es que existen éstos, lo que se ignora hasta el momento, pues sólo se conocen deméritos): son las clases medias urbanas, sobreexplotadas por causa de la insolidaria estrategia sindical y sin visible futuro para sus hijos, quienes se han hartado de sostener con su voto una opción política estéticamente más atractiva que la conservadora, pero crecientemente perjudicial para los intereses económicos de sus familias.

¿Se producirá en España un corrimiento electoral de tierras análogo al francés? Cabe dudarlo. El voto de IU, hoy coyunturalmente reforzado por la demagogia antisocialista de los sindicatos, es claramente residual y reactivo (como portavoz integrista de los damnificados por el ingreso en los mercados externos). El voto del Partido Popular, en cambio, debiera poseer mayor futuro, como revela el ejemplo francés (por más que la política gubernamental que habrá de ejercer la derecha será sustancialmente afín a la socialdemócrata, corregida quizá por el efecto Clinton, si es que resulta viable su modelo poskeynesiano). Sin embargo, las tácticas políticas esgrimidas hasta ahora por el Partido Popular hacen temer lo peor. Con su decidida vocación de ser los epígonos del cambio, se empeñan en imitar los peores vicios que supuestamente auparon a los socialistas al poder: electoralismo, sectarismo, clientelismo, oligarquización y cinismo político (es decir, la definición misma del éxito político que atribuyen al guerrismo sus peores críticos) parecen ser sus únicos objetivos estratégicos. Y con tales epígonos de recambio, que serán quienes deban negociar con los conservadores regionalistas, catalanes o vascos, mal podrá consolidarse mayoría alguna capaz de gobernar. Que el electorado soberano nos coja confesados.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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