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Una experiencia sensorial desconocida

Juan José Millás

En mi casa, como en Madrid, vivíamos muchos, así que no era fácil encontrar lugares para la dicha íntima ni para el desasosiego onanista. El baño estaba siempre lleno, y la nevera, vacía. En el pasillo tenías que abrirte paso entre quienes hacían cola para hablar por teléfono, y el cuarto de estar estaba más transitado que la Puerta del Sol. Si en un arranque de desesperación, y para no estar fuera de ti todo el rato, te metías en la despensa encontrabas a uno de tus hermanos fumándose el primer cigarro de su vida. También yo me fumé mi primer cigarro en aquel hueco, pero me pilló mi madre, que escondía allí su reserva de ansiolíticos, y tuve que hacerme el muerto para evitar la bronca. Casi me mata.Pero un fin de semana se fueron unos a Cercedilla, otros a Navacerrada y alguno al infierno, no sé; el caso es que el hogar, milagrosamente, se quedó vacío conmigo dentro. Recuerdo que salí al pasillo y que sus dimensiones me parecieron aterradoras, en el mejor sentido; además, aquella pieza había dejado de ser un mero distribuidor de espacios físicos para convertirse en un tubo orgánico que comunicaba las diferentes partes de una conciencia irregularmente repartida por las habitaciones. Quiero decir que la casa había dejado de ser un mero habitáculo para transformarse en una oquedad moral. Yo, por ejemplo, nunca había creído antes en fantasmas (es muy difícil tener visiones quiméricas en un espacio tan corporeizado), pero aquel día se me apareció mi abuela en el pasillo. Recuerdo que me dijo que tuviera cuidado, aunque no especificó con qué; por eso llevo cuidado con todo desde entonces, y no porque sea un obsesivo, como dicen los médicos.

Bueno, me pasé el fin de semana recorriendo la casa y me sorprendió descubrir que tenía un ordenamiento gramatical en el que también yo cumplía alguna función sintáctica. Supe por qué la habitación de los padres no podía ser otra que la que era ni podía estar en un sitio distinto del que estaba, y comprendí que incluso en el perímetro de una vivienda puede haber arrabales, suburbios, que pasan inadvertidos a la mirada de todos los días. Debo a aquella experiencia el conocimiento de que la casa es la metáfora del cuerpo, y, sobre todo, la adquisición de una estrategia que me permitió sobrevivir cuando el lunes regresaron todos de Cercedilla, de Navacerrada o del infierno.

Este fin de semana ha comenzado a marcharse la familia de Madrid. No te levantes todavía, quédate entre las sábanas escuchando el decreciente rumor del tráfico que llega de la calle. De aquí al jueves no quedará ni un alma, y entonces podrás salir y descubrir las dimensiones aterradoras, en el mejor de los sentidos, de esta ciudad que esconde tantos fantasmas que no ves a diario. Tú mismo deambularás como un aparecido, y te sorprenderás al descubrir habitaciones cuya existencia ignorabas, pasillos que hasta ahora creías que sólo servían para ir del mercado a la oficina, cuando su utilidad primordial, a lo mejor, era la de llevarte de la infelicidad a la dicha; de la juventud a la adolescencia. Vas a vivir, si quieres, una experiencia sensorial desconocida, como si hubieras encontrado el modo de recorrer tu cuerpo poro a poro, explorando cada una de sus cavernas para comprender al fin no ya su utilidad, sino su significado.

No tomes decisiones, muévete por las calles como te moverías por las habitaciones de tu casa cuando se han ido todos al infierno, dejando que sean ellas las habitaciones o las calles- las que te digan dónde detenerte, porque en ese punto permanece encogido tu destino como un niño en el hueco de una despensa.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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