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Militarismo y orden constitucional

Una de las cuestiones básicas todavía por resolver para conseguir una implantación real de la democracia en España concierne a la desmilitarización de la policía, que supone, en primer lugar, la consecuente eliminación de un tratamiento militar en los asuntos de orden público. Meta que, aunque haya figurado en el programa de cambio de los socialistas, ni siquiera se ha intentado, después de más de un decenio de gobierno; simplemente se ha borrado del catálogo de problemas que aguardan solución. En política, los asuntos que no se resuelven se suprimen; de modo que, implícitamente, hemos terminado por aceptar, como si fueran de recibo, las fórmulas autoritarias heredadas del pasado.En 1983 -algunos pensamos que muy oportunamente apareció el libro de Manuel Ballbé Orden público y militarismo en la España constitucional que se ocupa del tema capital que hoy hemos convertido en tabú. Como pone de relieve el profesor catalán en una retrospectiva histórica que se remonta a comienzos del siglo XIX, en las cuestiones de orden público, la sumisión a la jurisdicción y a los métodos militares no es un mal propio del absolutismo fernandino o del franquismo, sino que ha sido y continúa siendo también una característica que hemos tenido en España, sin que la II República ni siquiera este último periodo constitucional hayan sido la excepción que confirma la regla.

El tratamiento militar de las cuestiones de orden público es uno de los rasgos del absolutismo que en España se ha mantenido incólume en los regímenes constitucionales, pese a ser incompatible con los principios liberales que los informa. Militarización del orden público que, por otro lado, incide de manera decisiva sobre la pretendida, pero con ello altamente limitada, independencia de los jueces. En España, el choque entre el poder policial y el judicial tiene una larga historia, lamentablemente ininterrumpida, con la particularidad de que casi siempre el primero ha prevalecido sobre el segundo.

La militarización del orden público -lo desempeñen institutos militares, como la mal llamada Guardia Civil, o civiles que actúan con procedimientos militares, como han puesto de manifiesto en más de una ocasión los cuerpos policiales consiste en colocar como guía de la acción el principio militar de eficacia, que implica que hay que conseguir el objetivo, cueste lo que cueste, sin que importen los medios a los que haya que recurrir. O dicho de otra forma, los medios que conduzcan al objetivo propuesto son siempre los adecuados. Desde la lógica militar, no hay medio que no pueda emplearse con tal de alcanzar, de la manera más rápida y contundente, el objetivo propuesto, objetivo que, por otro lado -y es un segundo rasgo de la militarización-, no se juzga ni se discute, sino que se acepta sin más el que dicte la autoridad competente (principio jerárquico del mundo).

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Desde el punto de vista del poder constituido, parece que no haya mejor forma de resolver los problemas de orden público: se fijan los objetivos -eliminación de los grupos subversivos, bandas criminales, elementos socialmente negativos- y se aplican todos los medios, sin distinción, que se reputen indispensables, aunque a veces haya que cercenar algunos derechos de los ciudadanos o haya que lamentar la sangre de algún inocente: el bien colectivo bien merece algunos sacrificios. A este comportamiento, típico del absolutismo, lo he llamado principio de Caifás. El gran sacerdote lo formuló en los términos en que hasta ahora no ha dejado de invocarse: "Es mejor que muera uno solo por el pueblo y no que perezca toda la nación".

En cambio, un régimen liberal-democrático parte del supuesto de que las libertades y derechos de los ciudadanos son un bien intocable, en cuanto constituyen el fin último de la política, que nada justifica su limitación o cercenamiento. En consecuencia, el orden público habrá que mantenerse dentro de normas jurídicas muy estrictas que garanticen que los derechos de los individuos, es decir, de cada uno de nosotros, estén por encima de cualquier objetivo político, estatal o nacional que se quiera invocar. Principio democrático que, por lo visto, en España todavía no han asimilado el Ejecutivo ni los aparatos policiales.

Pese al mal ejemplo que a este respecto nos puedan dar viejas democracias europeas, hay que decirlo con la contundencia debida: el principio militar de tratar de conseguir los objetivos propuestos en el menor tiempo, utilizando todos los medios que parezcan indispensables, no tiene aplicación en un Estado democrático de derecho; ergo, la militarización de la policía y de las políticas de orden público resulta incompatible con un orden democrático.

La Administración civil es la única que puede encargarse del orden público, porque está sometida a derecho en todas sus actuaciones. A la Administración civil no le está permitida el empleo de cualquier medio, con tal de lograr el objetivo, sea éste construir un puente, prestar unos servicios sociales o educativos, o mantener el orden público. Cualquiera que sea el objetivo, está sometida a derecho, en los procedimientos y medios que emplee, y desde los supuestos del Estado democrático de derecho resulta inconcebible que se pretenda resolver un problema, por grave que se repute -el terrorismo, el narcotráfico, la criminalidad internacional-, recurriendo a medios que vulneran el orden jurídico.

A la inversa, mantener la militarización de algunos órganos de orden público -policías militarizadas, comportamientos militares en la persecución del delito- supone, de hecho, reconocer que el Ejecutivo no está dispuesto, por muchas leyes de seguridad que se dicten, a renunciar por completo a los métodos militares, aunque sólo sea como último recurso.

Y no se diga que se trata de disquisiciones teóricas, basadas en ideales que no se deben sacar a colación, como no sea para legitimar el orden establecido. Lo cierto es que la incidencia de la militarización de la policía en la descomposición y podredumbre de nuestra democracia es cada día más visible. Sin una militarización de la policía, nadie hubiera apoyado desde el Ejecutivo una solución militar para el problema del terrorismo -los GAL-, punto en el que la comprensión de la sociedad española ha sido excesiva, y no me cabe la menor duda de que lo pagaremos caro. Un mismo principio militar subyace en la aplicación de la tortura para recabar una información que se considera fundamental, aunque inaccesible sin su uso.

De la misma manera, el principio de tratamiento militar de las cuestiones de orden público -lo importante es el éxito- explica los procedimientos ¡legales en la lucha contra el narcotráfico que abren de par en par las puertas a la inseguridad jurídica -cualquier policía puede doblegar nuestra voluntad con la simple amenaza de colocar un poco de droga en el bolsillo-, además de que deja a los mandos policiales un amplio campo para actuaciones sin control que favorecen la corrupción.

Desde la mentalidad militar, propia del absolutismo, no se les puede pedir a los órganos policiales que combatan con éxito el terrorismo, sin que a su vez se les tolere el empleo de la tortura o de la violencia. Desde esta misma mentalidad se comprende que un instituto militar del que se espera eficacia en la

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Militarismo y orden constitucional

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lucha contra el narcotráfico exija un margen amplio de maniobra en la aplicación de los procedimientos que considera efectivos.

Lo triste es que no faltan voces que corroboran esta opinión; puede incluso que una buena parte de la pública esté convencida de que estos procedimientos policiales resultan tan imprescindibles como impresentables y prefiera callar. Hay temas, como los que afectan al comportamiento del Estado en cuestiones de orden público, que tienden a constituirse en tabúes. Al fin y al cabo, una sociedad injusta, que atraviesa enormes desigualdades sociales, de suyo propende a renovar y fortalecer el viejo absolutismo.

El verdadero escándalo no consiste en que esta opinión sea tal vez mayoritaria -también la pena de muerte cuenta probablemente con un apoyo muy amplio-, sino en que un Ejectitivo que detenta un partido que se dice empeñado en la modernización y democratización del Estado y de la sociedad, sin el menor reparo, haya fortalecido la militarización de la política de orden público, y, en consecuencia, sean cuales fueren las normas del Estado de derecho, encuentra siempre un truco para que la justicia tenga que detenerse ante las puertas de los centros policiales; más aún, saltándose las sentencias judiciales y el orden constitucional, en vez de castigar, asciende a los torturadores.

Tampoco en su día el Gobierno trató de ocultar la satisfacción que le producían las acciones de los GAL, sin hacer nada para impedirlas, y recientemente, en declaraciones del director general de la Guardia Civil, ha mostrado más que comprensión por los comportamientos ¡legales de los mandos policiales en la lucha contra el narcotráfico.

No se puede mantener una política militar de orden público y a la vez tratar de enraizar y desarrollar estructuras propias

Estado democrático. Cabe discutir una política económica, ya que todas se justifican por perseguir los mismos fines -producir la mayor cantidad de riqueza para repartir entre el mayor número-, pero llama la atención, al menos a primera vista, el afán socialista de mantener a ultranza la militarización de la policía. Cuando hay que ir acostumbrándose a un paro estructural con carácter permanente, tal vez resulte imprescindible. Disciplinar a los de abajo, con las leyes del mercado o con la acción de la policía, es principio universal de gobierno que, claro, cuesta legitimar democráticamente, pero todo se andará.

Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.

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