Cabezas de ratón
Más aún que las salvajes carnicerías -las operaciones de limpieza étnica, la violación elevada al rango de estrategia militar, el cañoneo sistemático de poblaciones inermes-, lo que maravilla, en el caso de Bosnia-Herzegovina, es comprobar que todos los testimonios, de víctimas y de victimarios, coinciden en señalar que, hasta ayer no más, serbios, bosnios y croatas convivían en esta región central de la desaparecida Yugoslavia en total armonía, y que los intercambios entre las tres comunidades eran tantos que las iban confundiendo e indiferenciando.Todo, empezando por el sentido común, propiciaba esta integración. Entre los dos millones de musulmanes, el millón trescientos mil serbios y los setecientos cincuenta mil crotas que habitan -en inextricable dédalo de aldeas y ciudades mixtas- ese rincón paradisiaco de los Balcanes, las semejanzas resultaban mucho más acusadas que los antagonismos. Todos hablaban la misma lengua, las diferencias raciales y étnicas eran invisibles y sólo el islamismo de unos y el cristianismo de otros constituía una barrera. Pero cada día más endeble, pues, como establece el iluminador informe que sobre este tema ha preparado Jeri Laber para el US Helsinki Watch Committee, el proceso de secularización había avanzado muy deprisa entre musulmanes y cristianos, diluyendo la secular separación religiosa.
¿Qué ocurrió, entonces? ¿Qué genio malévolo, qué locura colectiva se apoderó de pronto de bosnios, serbios y croatas para que, quienes venían trabajando, comerciando y divirtiéndose juntos desde hacía muchas décadas, como buenos vecinos, empezaran a entrematarse de la noche a la mañana con ferocidad tan despiadada? Una teoría sostiene que aquella coexistencia era una ficción mantenida gracias al autoritarismo del régimen socialista, y que, al derrumbarse éste y aflojarse la mano de hierro del poder central, la realidad hasta entonces enmascarada mostró su verdadera faz: la de los particularismos sociales, la de las identidades irredentas, la de las culturas reprimidas anhelantes de soberanía y nacionalidad.
Hmmm... ¿Debo creer, entonces, que esas varias generaciones de habitantes de Bosnia, que vivían en paz y compartían tantas cosas eran unos redomados farsantes? ¿Que todos, hijos, padres, nietos y bisnietos, mientras sudaban la gota gorda, hombro con hombro, intercambiaban bienes y servicios y aun se casaban unos con otros, fingían? ¿Que, hipócritas hereditarios, Judas programados, unos y otros esperaban, a lo largo de decenios de simulada tolerancia y amistad, el momento propicio para asestarse puñaladas? Yo sospecho, más bien, que aquella coexistencia y paulatina integración eran una realidad genuina, que fue artificialmente interrumpida por políticos irresponsables, hambrientos de poder y conscientes de que el camino más corto para materializar ese designio, en tiempos de transición -y de confusión ideológica-, es el nacionalismo.
No es una casualidad que el presidente Slobodan Milosevic, hasta ayer un comunista cuadriculado, experimentara una providencial conversión nacionalista y sea, hoy, el promotor de la Gran Serbia y el principal instigador, cómplice y proveedor militar de Radovan Karadzic, el líder étnico de los serbios de Bosnia. La coartada ideológica nacionalista o étnica ha permitido a muchos dirigentes del viejo régimen estalinista -Rumania es un caso flagrante- sobrevivir en el poder e iniciar una nueva vida política armados de credenciales que -en Occidente- paralizan o entibian cualquier crítica: la de defensores de culturas minoritarias y reprimidas que reclaman su derecho a una existencia independiente. ¿Y qué sucede si esas etnias andan medio disueltas o son ya mero dato histórico, sin corroboración en la vida presente? Entonces se reconstituyen, o se fabrican, y, de preferencia, mediante la guerra, combustible que inventa y atiza los patriotismos hasta la incandescencia y borra las razones, sustituyéndolas por la irracionalidad de la pasión. Esta es la historia del desplome de Yugoslavia y del nacimiento de las nuevas naciones de los Balcanes.
Quienes, en los países democráticos, se apresuraron a aplaudir la secesión de Eslovenia, de Croacia, de Bosnia, y a pedir el reconocimiento internacional para los flamantes Estados, actuaban movidos por esas buenas intenciones que, según el dicho, empiedran el infierno. En verdad, habían sido intelectualmente preparados para actuar así por aquella ideología, de semblante anticolonialista, que propicia y defiende el multiculturalismo -es decir, la equivalencia y autonomía de todas las culturas- y que ha tenido la virtud de repetir aquel milagro que se atribuye a fray Martín de Porres: hacer comer en un mismo plato a perro, pericote y gato. (Porque quienes se alimentan de, y alimentan al multiculturalismo, son tanto izquierdistas como derechistas y moderados).
En apariencia, esta teoría, cocinada por respetables antropólogos, juristas y filósofos, no puede ser más progresista. Ella se enfrenta al etnocentrismo, a la prepotencia de la cultura occidental, que, creyéndose superior, invadió a las más débiles, y las arrasó y explotó durante siglos, amparándose en el pretexto de llevar la civilización a pueblos bárbaros. Proclamando que las culturas son y deben ser iguales, ni más ni menos que los seres humanos, y que todas, por su mera existencia, tienen ganado el derecho al reconocimiento y el respeto de la comunidad internacional, los multiculturalístas quieren vacunar la historia futura contra nuevas aventuras imperialistas y colonialistas.
De este modo, como ha mostrado espléndidamente Alain Finkielkraut en La défaite de la pensée, los defensores del multiculturalismo -insólita amalgama donde Lévi-Strauss se codea con Frantz Fanon- ha remozado y legitimado, desde una perspectiva contemporánea, en nombre del tercermundismo, las doctrinas nacionalistas de románticos alemanes como Herder y de ultrarreaccionarios como Joseph de Maistre. Para éstos, como para aquéllos, el individuo no existe separado de su ámbito cultural, es una hechura de la lengua, tradiciones, creencias, costumbres y paisajes dentro de los que nació y creció, y, por lo tanto, esta patria constituye una unidad coherente, suficiente e intangible, que debe ser preservada contra todo lo que la amenaza. El imperialismo, desde luego. Y, también, aquellos corrosivos del espíritu nacional: el cosmopolitismo, el mestizaje, la internacionalización. En otras palabras: contra la evolución de la historia moderna e, incluso, la misma realidad.
Porque esto es, precisamente, lo que ha estado ocurriendo en el mundo desde hace muchas décadas, y, en especial, las últimas: creándose un denominador cada vez más ancho y más profundo entre las diversas culturas, principalmente en el campo económico, pero también en el de las costumbres y los mitos, las instituciones, los códigos de conducta y las ideas -y hasta en el de los vicios y los sueños- que a los hombres y mujeres de todas ellas iba acercando y desnacionalizando. Con la desaparición del comunismo, la posibilidad de que este proceso se acelere hasta la articulación de todos los particularismos nacionales en una vasta y flexible civilización global, bajo el signo de la democracia política, el respeto a los derechos humanos y a la libertad individual, ha dejado de ser una utopía.
Pero, de los escombros del colectivismo, ha surgido ya, dando impetuosos coletazos y robustecido con flamantes reclutas, para oponerse a esta evolución de la humanidad hacia un mundo más integrado, el nuevo valedor del espíritu retrógrado y del oscurantismo histórico, en defensa del más recalcitrante de todos los atavismos, el espíritu
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