Saramago, Scorsese y Jesucristo
De todas las creaciones colectivas de la humanidad, posiblemente la religión sea una de las más fascinantes. La religión, en efecto, además de constituir la matriz simbólica originaria de las sociedades, se erige, en sus múltiples variantes ulteriores, en hilo conductor en torno al cual discurren las estructuras de poder y las ideologías, a modo de norma y espejo simultáneos, cuyo contenido, aunque no su norte o ethos, transformará la sociedad secularizada al instaurar la moral civil. Pero no quisiera seguir por esta línea genérica que, por otra parte, no hace más que vulgarizar atropelladamente a los grandes clásicos de la sociología, Durkheim y Max Weber.Lo que quisiera es detenerme en el poder evocador del mayor arquetipo religioso de Occidente -es decir, la figura de Jesús de Nazaret-, al calor de recientes y muy comentadas recreaciones artísticas del mismo; concretamente, la literaría de José Saramago y la cinematográfica de Martin Scorsese (menos actual, si bien no menos importante, es la novela histórica Rey Jesús, de Robert Graves, ciertamente cautivadora, aunque atenta a la reconstrucción posible de un personaje, y no tanto a la interpretación cultural de un arquetipo). En cuanto al cuarto a espadas echado en este terreno ahora mismo por Sánchez Dragó, nada creo que haya que glosar: ¿para qué, si se lo dice él todo?
He hablado de arquetipos y me parece innecesario recordar que me estoy refiriendo a un concepto central de la psicología de Carl Jung, aquel que se refiere a los nódulos o pivotes que puntean con solidez la, sustancia intemporal de la condición humana y que aparecen recurrentemente en las leyendas, tradiciones, artes populares, literaturas, mitologías y religiones. De toda esa sustancia invisible de sueños y temores, el genio humano ha sido capaz de concretar personificaciones, emblemáticas que desafían con razón el paso de las épocas; por ejemplo, Antígona, Falstaff, Don Quijote o Fausto. En el campo religioso, es sin duda Jesús quien representa el arquetipo por excelencia, dando lugar a una pléyade virtualmente infinita de desarrollos iconográficos, literarios y filosóficos que dura ya dos milenios. Al margen de la enorme significación teológica e histórica del cristianismo, el atractivo antropológico de Jesucristo radica en el hecho de que su peripecia quintaesencia la ansiedad colectiva de los mortales. Sometido al, autoritarismo paterno, sabedor del final inexorable que le aguarda, inseguro de la fuerza que le pueda asistir para llevar a cabo unos proyectos azarosos, Jesús encama al Mensch-für-Tódd, o ser para la muerte, de la filosofia existencial, y no es de extrañar que su historia despierte la atención mayoritaria de los hombres (¿más de los hombres, quizá, que de las mujeres?); creyentes o no creyentes.
Pero Jesucristo no es sólo un arquetipo, sino el centro de una narración susceptible (le ser contada de múltiples maneras. Es esto, justamente, lo que se han propuesto hacer Scorsese y Saramago, desde y para nuestro siglo agonizante. Ambos coinciden en su común formación católica -como ¡talo-americano el uno, como portugués el otro-; ambos, sin embargo, difieren en cuanto a la fe-Scorsese se confiesa cristiano y, Saramago. agnóstico o aun ateo, lo cual no impide que la novela El evangelio según Jesucristo muestre, desde mi punto (le vista, un innegable respeto hacia la tradición cristiana tan evidente como el que muestra la película La última tentación de Cristo-.
Al adaptar para el cine: la famosa obra escrita de Kazantzakis, Scorsese ha optado, para mi gusto, por una estrategia dual, por la que la interpretación de las tribulaciones agónicas de Jesús reviste tanta importancia como el intento (le reconstruir la cultura -costumbres, ritos, folclor- de la sociedad del Medio Oriente judío de hace dos mil años. En lo segundo, la habilidad del director está fuera de duda. Su esfuerzo visual rompe, desde luego, con toda la estética, bien de estampa, bien medievalizante, con que se suele caracterizar a Jesús y su tiempo, logrando crear un clima sensorial hermoso y creíble que enlaza con las visiones actuales de la sociedad campesina del Mediterráneo oriental. Respecto de lo primero, es decir, la interpretación de la biografía de Cristo, el enfoque es prácticamente de psicología clínica. El Jesús adulto con el que se abre la película es una persona que sufre lo que Ronald Laing denomina el "yo escindido", esto es, un permanente desgarro esquizoide. En este caso, la intuición de una misión heroica y trágica al mismo tiempo es lo que hace inhibirse al carpintero galileo de cualquier papel profesional o familiar responsable, para refugiarse en una actitud pasiva, e incluso de colaboracionismo con el ocupante romano, cuyo deliberado propósito es la destrucción a manos de sus conciudadanos. Jesús se rebela vehementemente contra su incierto destino, aunque éste, a la larga, será mucho más fuerte y le obligará a aceptar el riesgo y la inmolación. Con ello, Cristo encuentra la terapia adecuada, pagando, eso sí, el precio de una muerte horrorosa, de siempre presentida. Biografía lograda y muerte son inseparables (como Freud, dicho sea de, paso, predica de cualquier trayectoria humana). Por otra parte, el posible refugio en la vida privada que retrata Scorsese en las últimas secuencias no haría sino trivializar la recepción pública de un mensaje profético plenamente incorporado ya, como movimiento social, en el mosaico imperial de Roma. La cruz, por tanto, es, de forma insoslayable, cáliz amargo y gloria. Esta es la plausible línea de fondo de Kazantzakis-Scorsese. Sin embargo, la resolución cinematográfica de todo ese itinerario no acaba de encajar, a mi juicio, por quedar demasiado sujeta la composición del personaje de Jesús-Mesías a una pose de visionario que se desvía del sensible y dubitativo punto de partida de la película, así como del Cristo plenamente humano de las postreras imágenes. Scorsese ha intentado, sin lograrlo, una síntesis entre el profeta del amor al prójimo y el agitador político. Más sobrio y convincente, por menos ambicioso, resultaba, por contra, el Jesús pasoliniano del Evangelio según san Mateo.
La propuesta de Saramago es poco pomposa en la forma, pero, al menos para mí, resulta mucho más rica que la de Scorsese. Con la ironía, dulzura y melancolía que caracterizan a nuestro maravilloso país hermano peninsular, el gran escritor portugués ha compuesto, aparte de un soberbio poema en prosa, una imaginativa excursión a la "vida privada" de Jesús, en la que, haciendo gala de una muy diestra finura los conflictos trinitarios entre las Personas del Padre y el Hijo son transferidos al conflicto terrenal entre el padre de carne y hueso y el hijo primogénito. Es sencillamente prodigiosa la recreación literaria de san José por parte de Saramago; lo mejor, en mi opinión. Incluso añadiría que lo relativo a la "vida pública" de Jesús está resuelto como de puntillas, logrando sólo en el mismísimo último párrafo retomar el brillante tono trágico-satírico del arranque de la ficción.
El san José de Saramago es un jovencísimo carpintero que, instalado provisionalmente en su pueblo natal por motivos censales, y habiendo dado allí a luz su mujer en el único cobijo que han podido hallar -una cueva en las afueras del poblado-, va y viene a la cercana Jerusalén a trabajar en las obras del templo, hasta que María se reponga y el niño esté en condiciones de aguantar el viaje de regreso. Enterado un día de que Herodes pretende aniquilar a todos los nacidos en Belén para impedir el cumplimiento de determinada profecía, se encamina apresuradamente a la aldea para ocultarse con su mujer e hijo, sin advertir a nadie de las sanguinarias intenciones regias. Ese silencio culpable es el que le atormentará el resto de sus días, ocasionándole pesadillas y malestar sin cuento. Se trata de una especie de "pecado original" que José acaba por exorcizar al acudir a socorrer a su vecino, luchador en la guerrilla antirromana, que ha caído herido en un lugar próximo. El acto de socorro y bondad expiará la culpa, pero su colofón será la tortura y la muerte en la cruz a manos de unos soldados del Imperio que primero ejecutan y después preguntan. José consigue redimirse. Sin embargo, la culpa que le embargó durante toda su vida es heredada por Jesús, quien en un momento dado conoce que debe su propia existencia al sacrificio de todos los inocentes coetáneos de Belén. Y de nuevo la búsqueda de redención será, como en el caso de su padre terreno, el mecanismo que le impulsará a aceptar el plan mesiánico (más las dolorosas consecuencias históricas del mismo) que le confía el Padre Divino. Jesús, pues, es una doble víctima propiciatoria, de su circunstancia y de la autoridad suprema que le envía al sacrificio.
No deseo extenderme más en el comentario de estas dos obras. Pienso que he resaltado de ellas lo que las distingue como miradas modernas en torno a un arquetipo inmemorial. Arquetipo de vida y muerte, energía y perdón, protagonismo individual y eternidad, en el que los seres humanos proyectan sus limitaciones y anhelos. Coincidiendo con el solsticio de invierno, el recuerdo de Jesús trata de crear una tregua en el mundo entero todos los años. Aunque la realidad, por desgracia, suele salir triunfante sobre las buenas intenciones, no estará de más apostar, ahora que la fecha es inminente, por el improbable triunfo del sueño fraternal sobre la alargada sombra de Caín. Desde una perspectiva agnóstica, quizá sea ésta la única clase de "resurrección" posible.
es catedrático de Sociología en la Universidad Complutense.
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