La vida es un periodo intergIaciar
Entraban en el Doce de Octubre más urgencias que parados en el Inem. Y eso que muchos urgentes tienen sus sanitas, sus adeslas, sus asisas, y no utilizan la Seguridad Social, del misirio modo que algunos parados no se apuntan en el Inem. Por falta de fe. Estuve un rato viendo ambulancias y UVI portátiles y olisqueé el dolor como un furtivo hasta que se me puso cara de sospechoso. Salí y me senté al sol, unto a un tip que se comía sin pasión un plátano. El estaba en el paro, y su mujer, en un pasillo del hospital, pero no creía ni en el Inein ni en la UVI. Me contó las escenas de los pasillos: los pacientes abandonados en cualquier rincón, desnudos debajo de la sábana, sin poder huir ya de aquel infierno, atrapados en una lógica incomprensible y humillante. La discusión sobre la eutanasia, desde aquella perspectiva, parecía una gilipollez. "Lo que tienen que hacer es rematarlos", dijo. "Los médicos no se hacen responsables", apunté yo. "Han ido al juzgado de guardia para denunciar la situación".
"Da lo mismo", respondió. "La vida no es más que un breve periodo entre dos glaciaciones. Tarde o temprano, todo esto estará sepultado bajo una gruesa capa de hielo y dará lo mismo el Doce de Octubre que el 16 de diciembre".
Me metí en el coche y enfilé la M-40. En la radio estaban pesadísimos con la Conferencia Episcopal. Parecía más importante la victoria de Yanes que la quiebra del Estado de bienestar. Puse una cinta de Sabina y me relajé. Ir por la M-40. escuchando a Sabina es como correr por una autopista americana a ritmo de country. Salí en Vallecas y estuve buscando la calle de Argente, donde había aparecido un cadáver emparedado, pero no la encontré, ni ganas. La noticia decía que un chaval había visto una pierna asomando por una pared; la policía movió un pocoel tabique y apareció la otra. Los cadáveres siempre sacan un brazo o una pierna por algún sitio para avisar dónde están. La luz desesperada de la tarde ensombrecía los muros.
Me fui al hospital del Niño Jesús para ver los efectos de la huelga de limpieza. En el suelo de la sala de espera, entre botes de coca-cola y vasos de café, había una cáscara de plátano, quizá la del que se había comido el sujeto del periodo interglaciar. A lo mejor, los hospitales se comunican entre sí, como los armarios empotrados, y lo que tiras en uno aparece en otro. Una mujer se había llevado una escoba y amontonaba la basura debajo de las sillas.
La discusión sobre la eutanasia, desde aquella perspectiva, parecía una gilipollez
"Somos unos cerdos", sentenció. "Y unos esquiroles", dijo alguien a mi lado. Me miraron, y advertí que se me había puesto otra vez cara de sospechoso. Salí, me compré un periódico y me senté a leerlo en un bar. Por lo visto, todos los teatros de Madrid estaban fuera de la ley y no podían entrar en ella aunque quisieran: no cabían, igual que no cabían los enfermos en el Doce de Octubre, ni los parados en el Inem, ni la basura en el Niño Jesús. Matanzo no cabía en el Ayuntamiento y lloraba sobre el hombro del alcalde, que no cabía en sí de gozo. A Solchaga, entre tanto, no le cabía la menor duda. En algún sitio daban una conferencia sobre la osteoporosis, y en otro, un concierto de guitarra. Cada 30 segundos, un parado.Recordé una frase incrustada en mi masa encefálica como un trozo de metralla: "Educamos a los niños en valores irreales". Pertenece a una profesora de instituto herida en el accidente del cine Bilbao. Iba en una silla de ruedas hacia el quirófano, y un periodista se le acercó para que resumiera su experiencia. "Educamos a los niños en valores irreales". Eso dijo.
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