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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La pieza que faltaba

LA CAPTURA del que parece ser arsenal central de ETA, muy cerca de donde pronto hará un año fue detenida la cúpula de la organización terrorista, constituye una de las piezas esenciales del escenario necesario para que se produzca el esperado final de la violencia que esas siglas simbolizan. Hace tiempo que los expertos advirtieron que ese final sería el resultado de una serie de situaciones concatenadas, y no de un solo hecho. Era imprescindible, en primer lugar, el aislamiento de los violentos respecto al resto de la comunidad nacionalista vasca, y para ello, eliminar cualquier sombra de duda respecto a la legitimidad de la acción policial en la persecución de aquéllos. Era necesario también acabar con la sensación de imbatibilidad de los jefes terroristas, y por eso era tan importante la captura de Pakito-Artapalo, la figura que venía encarnando la continuidad organizativa.Pero aún faltaban dos condiciones: desenmascarar a quienes esgrimen con impunidad la bandera de los presos como un pretexto para justificar la continuidad de la violencia y localizar el arsenal cuya mera existencia constituía una invitación a su utilización, incluso si ya no se sabía bien con qué objetivo. Ambas condiciones podrían estar a punto de cumplirse.

La manipulación de que están siendo víctimas los más de 500 presos de ETA ha quedado patente con los impresionantes testimonios, conocidos estos días, de las relaciones entre algunos de ellos y sus abogados. Testimonios que traslucen la presión de que son objeto unas personas cuya situación las hace especialmente vulnerables al chantaje: la discrepancia, la mera duda, puede, significar el aislamiento dentro y la descalificación como traidores fuera de los muros de la prisión. Algo peor que la peor de las condenas para quien carece de identidad fuera del colectivo. Por otro lado, la existencia de cerca de 600 presos en una población de poco más de dos millones de habitantes constituye desde hace años el principal factor de cohesión interna del mundo abertzale radical. También, a través de los lazos familiares y vecinales de los presos, un elemento residual de comunicación entre ese inundo y el resto de la comunidad nacionalista. Por eso era tan decisivo desenmascarar a quienes, diciendo moverse por la liberación de los detenidos, dedican sus mejores afanes a evitar esa posibilidad con el surrealista argumento de que los presos "tienen derecho a cumplir su pena".

La detención del triunvirato dirigente de ETA en marzo del pasado año desautorizó la idea mágica de su invulnerabilidad. Esa idea formaba parte del imaginario de ETA como implacable poder fáctico que vino a sustituir al del guerrillero heroico (David contra Goliat) una vez que la práctica terrorista más bien indicaba lo contrario: el matonismo de quien asesina industrialmente niños adultos. La fascinación, ese disfraz del miedo, hacia quienes eran capaces de hacer tales barbaridades produjo una nueva forma de identificación que si, ya no traspasaba las fronteras del gueto abertzale radical, sí servía para mantener cohesionado a éste. Roto el mito de la invulnerabilidad, hace un año que comenzó la lenta desbandada, iniciada por las prudentes tomas de distancia de algunos antiguos celadores de la ortodoxia y cuya última manifestación, las dudas de Idígoras, acaban de ser censuradas por los sacerdotes de KAS. Para que esa desbandada acabase afectando al núcleo era necesaria una última condición: la captura del arsenal donde fabricaban y almacenaban sus artefactos.

La experiencia de los polimilis demuestra la importancia de ese factor. A fines de los años setenta, sus dirigentes ya habían llegado a la conclusión de la inutilidad de la lucha armada. Sin embargo, sólo cuando la policía descubrió su impresionante arsenal de Objetos para matar, que tanto dinero y esfuerzos les había costado completar y camuflar, se convencieron del todo. Ojalá que la historia se repita ahora.

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