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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Julio César, no

DURANTE DEMASIADO tiempo se ha achacado a la homosexualidad una capacidad perversamente corrosiva de los pilares de la sociedad. No importa que una legión de hombres y mujeres homosexuales haya dado cumplidas pruebas de valor, inteligencia, bondad y utilidad social. El hecho no es siquiera relevante porque estas virtudes tampoco tienen mucho que ver con las preferencias sexuales. Pero la sociedad parece querer que la homosexualidad, genética o adquirida, sea vergonzantemente metida en el armario y que la capacidad de los homosexuales de rendir servicios a la comunidad sea escarnecida y despreciada. Por ejemplo, en las Fuerzas Armadas, el más conservador de los estamentos. Ni Alejandro Magno ni Julio César hubieran podido alistarse si ese tabú hubiera sido aplicado en su tiempo.Como ocurre con frecuencia, el problema se ha planteado en toda su crudeza en Estados Unidos. Una de las promesas de campaña del presidente Clinton fue que acabaría con la discriminación contra los homosexuales en el Ejército norteamericano. Sea para acentuar la tendencia liberalizadora de la nueva Administración demócrata, sea para evitar resultar nuevamente acusado de incumplir un compromiso electoral, una de las primeras decisiones de Clinton en materia social fue anunciar que levantaba la prohibición que pesa sobre los homosexuales en relación con el estamento armado (la otra fue la reiteración de la protección del derecho de aborto).

Se ha encontrado con unas resistencias enormes. Un sondeo indica que la mayoría de la población se opone a la medida. En el Congreso, los diputados republicanos han tomado el tema como caballo de batalla para enfrentarse por primera vez al nuevo presidente; y muchos de los demócratas, incluido el muy importante senador Sam Nunn -presidente del todopoderoso Comité de Fuerzas Armadas-, se oponen a la decisión de Clinton. Pero el verdadero problema proviene de la radical oposición del presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor, el general Colin Powell. No porque Powell sea muy poderoso y respetado, que lo es, sino porque es de raza negra, una clase de estadounidenses que hasta después de la II Guerra Mundial sufrió una discriminación igual a la que ahora pretende eliminar Bill Clinton y que al entonces presidente Truman le costó una batalla similar.

La oposición ha sido tan formidable que Clinton no ha tenido más remedio que ganar tiempo en la promulgación formal de la medida, dilatándola por unos seis meses, y anunciar que, pese a quien pese, emitirá órdenes provisionales en dos sentidos específicos: en el momento del reclutamiento no se seguirá preguntando por las preferencias sexuales del recluta y no se podrá ya suspender a un soldado homosexual. Quedará en pie la posibilidad de que la jurisdicción militar castigue la sodomía.

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Es admirable la decisión de Clinton de mantener contra viento y marea la actitud progresista por la que cree que fue elegido. Incluso cuando se le achaca que ha escogido mal el campo de batalla y la prioridad de un tema que ni siquiera había sido considerado como tal por las organizaciones de defensa de los derechos gay. Le está costando puntos de popularidad, pero si mantiene su decisión habrá demostrado que la popularidad no hace necesariamente un buen presidente. En cuanto al tema en sí de la discriminación contra la homosexualidad, basta con citar las palabras de A. M. Rosenthal en estas páginas el pasado viernes: "El principal argumento de los militares contra los homosexuales es que su presencia podría dañar la disciplina y el orden. ¿No es un argumento extraño para que lo esgriman los militares, ahora que los homosexuales forman abierta mente parte de la vida civil norteamericana?".

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