Una memoria ofuscada
Hace exactamente 50 años, el poderoso ejército del mariscal Von Paulus, rodeado por el enemigo en las estepas de Stalingrado, disparaba sus últimos cartuchos antes de izar la bandera blanca. Nunca la Wehrmacht había sufrido una derrota tan humillante. Hitler tuvo que declarar luto nacional. Para su enemigo británico, Winston Churchill, fue, por el contrario, un día de gloria. El León de Chartwell estaba en lo justo al defender, desde antes de la guerra, la alianza con la Rusia soviética para luchar contra el monstruo nazi. Apartado del poder desde hacía 10 años, Churchill no contaba en 1939, cuando comenzaron en Europa las hostilidades, más que con el apoyo de dos diputados conservadores.Su hora sonó, por fin, en mayo de 1940, cuando los británicos comprendieron que el establishment no sabía ni preservar la paz ni hacer la guerra. Pero incluso entonces, el irreductible primer ministro no contaba con la unanimidad de su propio Gobierno. El 26 de mayo de 1940, su ministro de Asuntos Exteriores, Halifax, quería pedir a Italia que, a cambio de concesiones territoriales, fuera intermediaria en las negociaciones para lograr un armisticio con Hitler. Churchill tuvo que maniobrar en los pasillos para torpedear este proyecto y eliminar, poco a poco, a los ministros que había heredado de su predecesor, Neville Chamberlain. Hubo que esperar las victorias de África, y, sobre todo, el giro histórico de Stalingrado, para que se convirtiera en un héroe indiscutido.
Por una extraña coincidencia, justo la víspera del aniversario de Stalingrado ha aparecido en Londres una nueva biografia de Churchill que pretende dar razón a sus adversarios, los partidarios de la paz con Hitler (1). Su autor, John Charmley, de 37 años, dice que, como no ha conocido la guerra, al escribirlo "no le ha estorbado el bagaje cultural de esa época". Un historiador de más edad, ex ministro de John Major, Alan Clark, se ha apresurado a darle su apoyo en un artículo publicado en The Times, que, a su vez, ha suscitado réplicas poco agradables.
Esta polémica pone en evidencia el núcleo más indestructible de las ideas de la clase dirigente inglesa de entonces (que hoy se quieren rehabilitar). Para ella, con Hitler o sin él, el mantenimiento del imperio y del orden social en la metrópoli justifica cualquier medio. Desde tal óptica, el balance del churchillismo puede parecer negativo. El Reino Unido se cubrió de gloria, eso es cierto, pero su imperio se hundió, y los laboristas, vencedores en las elecciones de 1945, habrían "subvertido durante mucho tiempo el orden social". Y por si ello no fuera suficiente, Churchill aceptó todas las condiciones de los norteamericanos para dar prioridad a la guerra en Europa. De ahí la gran deuda del Reino Unido para con Estados Unidos, que se convirtió en líder de la alianza anglosajona. ¿Era posible abatir al monstruo nazi a un precio menor?
Para los historiadores revisionistas, la respuesta es simple: como el totalitarismo nazi no era peor que los otros, no era necesario encarnizarse con él. No se puede decir que HitIer fuera un gentleman, pero su objetivo era, sobre todo, el Este. En abril de 1941, uno de sus colaboradores, Rudolf Hess, se lanzó en paracaídas sobre el Reino Unido para ofrecer "excelentes condiciones de paz", pero Churchill se negó a recibirle. Es más: en los archivos de guerra que se guardan en el Museo Churchill no existe un "dossier Hess". Nadie sabe, pues, qué concesiones estaba dispuesto a hacer Hitler al Reino Unido. Pero, aunque le hubiera ofrecido la Luna, sostiene el joven historiador, Churchill no la habría aceptado a causa de su "obsesión antinazi" y de su temoir a perder el 10 de Downing Street. Para John Charmley, el León de Chartwell era un warmonger (belicista) por convicción y por necesidad. Hitler, al contrario, hubiera deseado retirarse de Europa Occidental para dedicarse a la guerra contra los bolcheviques. Londres debería haber aprovechado esta circunstancia para minar la posición de Hitler en Berlín, con ayuda de "nazis no ideológicos", como Herman Göring. El jefe de la aviación, responsable del bombardeo aéreo contra Londres, Coventry y otras ciudades británicas, habría sido, en realidad, una paloma que incluso terminó, hace notar John Charmley, por ser expulsado del partido nazi en abril de 1945 (hay que señalar, aunque sólo sea de pasada, que eso ocurrió días antes de la capitulación del III Reich).
Los historiadores revisionistas temen que, al lamentar la ocasión perdida de firmar la paz con Hitler, se les acuse de insensibilidad hacia las víctimas del holocausto. Pero afirman que si Hitler no se hubiera visto atenazado entre los británicos y los rusos no hubiera decretado la "solución final" y los judíos hubieran sobrevivido en guetos o en campos de concentración. En 1939, Churchill acusaba a los conservadores de "no haber comprendido en absoluto la ideología racista de los nazis". ¿Qué decir, entonces, de John Charmley, Alan Clark y sus amigos, que siguen sin comprenderla hoy en día?
Sus argumentos sobre la posibilidad de salvar el imperio desplazando las escuadrillas de Spitfire a Singapur revelan una estrategia de andar por casa. Cuando todo ha terminado, es muy fácil imaginar escenarios triunfantes, pero en abril de 1941, en el momento de la hipotética paz con Alemania, los británicos no se esperaban para nada un ataque japonés, como los norteamericanos tampoco preveían Pearl Harbour. De todos modos, los revisionistas no están faltos de imaginación si piensan que la Unión Jack podría seguir ondeando todavía en las antiguas colonias de Su Majestad.
Finalmente, se pregunta cuál es la responsabilidad de Churchill en la victoria del Partido Laborista en las elecciones de 1945. Al pedir al pueblo "sangre y lágrimas", tuvo que meter en su Gobierno a ministros laboristas, de tal suerte que Attlee, Morrison o Staffort Crippe controlaban, según John Charmley, la escena nacional. Es una tesis muy discutible, pero incluso aceptándola no hay manera de entender por qué el victorioso Labour habría subvertido durante mucho tiempo "el orden social", ya que el Reino Unido no ha cambiado de régimen y ese orden sigue funcionando (muy mal).
Pero esto no es lo esencial. Los que critican a John Charmley le reprochan su ignorancia de la determinación que tenían los británicos, desde 1940, de acabar con el Reich nazi. ¿Cómo es posible que algunos conservadores -y no son los menos- renieguen de ese pasado en nombre de una nostalgia imperial y de un nacionalismo de vía estrecha? "Éramos una gran potencia, y, por culpa de Churchill, no somos más que un satélite de los americanos" es el hilo conductor de las 700 páginas de John Charmley. Aunque banaliza el nazismo, seguramente no quiere llevar el agua al molino de sus potenciales herederos. Es la frustración la que le lleva a poner a Churchill la etiqueta de "belicista". Pero para los revisionistas alemanes es pan bendito, una ocasión inesperada de blanquear su "pasado nacional" (a lo que desde hace varios años se aplican con denuedo). Y si todo el mundo sigue esta vía, incluida Rusia, que tiene buenas razones para dejarse confundir por este debate, ¿no llegaremos pronto a un ofuscamiento de la memoria colectiva de la guerra antinazi y a un oscurantismo generalizado, preludio de los peores enfrentamientos? La manera en que la prensa occidental ha informado de las tesis de John Charinley, con dudas pero sin un rechazo que se impone, constituye ya un temible signo de los tiempos.
1 John Charmley: Churchill, the end of glory. Ed Helder and Stoughton. Londres, 1993.
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