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Los cómplices de la xenofobia

Fernando Savater

Llevamos unas semanas de viva efervescencia antixenófoba en España, lo cual siempre es mejor que padecer una oleada entusiasta de signo contrario. Sin embargo, es patente que hemos oído muchos más golpes de pecho y lamentos indignados que ideas. He ido recortando artículos vibrantes sobre las "raíces" de la xenofobia, las "causas profundas" del racismo o sus "verdaderos culpables,". Confirman mi diagnóstico sobre la mayoría de los intelectuales españoles comprometidos con las buenas causas: convierten las perplejidades políticas en simplezas morales para quedar bien ante el público al que tanto deben y que tanto les quiere. La ocasión sin duda se presta a que le fotografíen a uno por el mejor perfil: ¿hay algo más favorecedor que echar pestes contra los neonazis, los lepenistas y tutti quanti? Todos queremos ser reserva espiritual, sea de Occidente o sea de su cansancio. Cualquier motivo es bueno para auto flagelarnos, aunque lo aconsejable es empezar por las autoridades. Y ya que "todos somos culpables", los que se adelantan a mostrarse estruendosamente compungidos son los que más probabilidades tienen de quedar como casi inocentes del desaguisado.Lo peor no es que la mayoría de lo dicho sea trivial o erróneo, sino que, por culpa de la perversa lógica histórica, se convierte objetivamente en reforzador de lo que denuncia. Los voluntariosos críticos sociales que saltan a la palestra tienen clara la maldad del sistema, la inoperancia del Gobierno o el vacío de valores que nos acongoja, pero no guardan ni una palabra contra muchos de sus propios discursos presentes o pasados que colaboran con la bestia rampante. Por ejemplo, la reivindicación a ultranza de la identidad cultural o nacional y la alarma contra los peligros de "homogeneidad universal" que ven en el horizonte. Si la identidad colectiva propia es tan importantísima, ¿cómo no ha de haber quienes se opongan a los "extraños" que la amenazan? Si la identidad de quien viene a vivir con nosotros es cosa tan inalienable, ¿cómo evitar que los recién llegados se perpetúen en tribus, despertando el antagónico instinto tribal de sus huéspedes? Si la integración de todos en el respeto a unas mismas normas abstractas que expresan los valores legales y políticos de la modernidad ilustrada es homogeneizar culpable y etnocéntricamente, ¿cómo defender el derecho a la común ciudadanía, que por ser derecho y común ha de ser en buena medida homogeneizador?

Tampoco he leído ni oído casi nada sobre el papel que la cada vez más sacrosanta cruzada contra las drogas desempeña en la criminalización de los inmigrantes. Y ello en un doble sentido. Por una parte, el mercado ilegal de la droga (creado y mantenido por su prohibición) brinda a algunos extranjeros la posibilidad de entrar en nuestro país con ayuda de los poderosos narcotraficantes o de subsistir en él pese a la escasez de oportunidades laborales decentemente remuneradas. Como consecuencia, los "extraños" en su totalidad quedan convertidos no sólo en sospechosos, sino hasta en símbolo del narcotráfico, la más horrenda lacra que imaginar puedan los bien pensantes. Raro sería que la extrema derecha o incluso representantes de las capas más populares de izquierdas no aprovechasen estas circunstancias para razonar su alienofobia... añadiendo, eso sí, que, por lo demás, ellos no son xenófobos.

Quienes a toda costa pretenden abandonar su país e instalarse en otro, aunque sea en las más precarias condiciones, siempre tienen buenas razones para ello: a algunos es la luz lo que les atrae, pero a la inmensa mayoría es la sombra lo que les empuja. Huyen de países insoportables política o económica mente, casi siempre insoportables de ambos modos. El empeño gubernamental de distinguir entre refugiados políticos y económicos no conserva mayor sentido, pues es indudable, ya que la miseria tiene en todas partes causas políticas, tanto externas como internas. No vendría mal ahora hacer autocrítica sobre ciertos discursos tercermundistas que han alentado en tantos países el subdesarrollo ideológico, perpetuan do el atraso económico y social. Al final de los años cuarenta, por ejemplo, Antonin Artaud ofrecía en una carta a Alfonso Reyes el siguiente programa educativo para México: "En mi conferencia diré cuanto me propongo respecto a la absoluta necesidad en que está México de romper con todas las formas de la civilización europea, industrialismo, maquinismo, marxismo, capitalismo y esa terrible forma del capitalismo eterno que es el capitalismo de la conciencia humana, la capitalización de los conceptos y datos surgidos del espíritu dualista de Descartes y que han aniquilado el espíritu de la vida. Todo esto me propongo decir". ¡Gran ayuda de la culta Europa para un país que se debatía por incorporarse a la modernidad! Por cierto, no faltan ecos de estos delirios blasés en algunos de nuestros más fatigados y fatigosos antimodernos... Otros han preferido durante decenios alertar contra el peligro de que los países del Tercer Mundo fueran devorados por el capitalismo de salmado: hoy está claro que el verdadero peligro es que el capitalismo vomite y olvide a muchos países que ayer le fueron útiles para conseguir ciertas materias primas, abandonándolos a la barbarie tribal y la autodestrucción. La recuperación capitalista de esas naciones es sin duda la tarea más revolucionaria y también más difícil que han de afrontar.

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Cuando se tratan los problemas específicos de la inmigración en la Europa actual no suele mostrarse mejor tino. En un reciente estudio lúcido y perplejo sobre el tema (La gran migración, editorial Anagrama), Hans Magnus Enzesberger nos previene así: "Quien invita a sus compatriotas a ofrecer cobijo a todos los agobiados y abrumados del mundo, posiblemente apelando a los crímenes colectivos cometidos desde la conquista de América hasta el holocausto, y todo ello sin el menor cálculo de consecuencias, sin mediación política y económica, sin tener en cuenta las posibilidades de realización de tal proyecto, pierde toda credibilidad y capacidad operativa. Los grandes conflictos sociales no pueden ser eliminados por medio de la prédica". Algunos argumentan que recibir inmigrantes es una excelente forma de cooperación con los países desfavorecidos. Nada menos evidente. En ocasiones no es más que un modo de privar a esas sociedades de sus miembros mejor preparados o más emprendedores, justamente los que podrían ayudar a transformarlas. También se brinda a regímenes indeseables una fuente de divisas y una válvula de escape para los problemas sociales que amenazan su estabilidad: ¿no cumplió este papel la inmigración española en Europa durante el régimen franquista? Acoger inmigrantes puede resolver muy respetables situaciones individuales, pero poco colabora a la mejora de las situaciones colectivas en los países de origen. Además de mostrar solidaridad con los que vienen habría que acordarse también de los que se quedan.

La xenofobia no es una rara perversión diabólica, sino un movimiento espontáneo y natural del instinto gregario: mala, desde luego, como casi todo lo espontáneo, natural y gregario. Es inútil anatematizarla; es imperioso desactivarla. La extrema derecha se aprovecha de ella, pero no la inventa, del mismo modo que ETA ha utilizado para sus propios fines los sentimientos ecologistas que no ha inventado. Contra las racionalizaciones xenófobas será bueno emplear la educación; contra los atentados y prácticas de este signo es preciso utilizar la ley, sin contemplaciones ni concesiones demagógicas. Pero teniendo siempre presente que el verdadero problema sociopolítico a encarar no es la xenofobia ni el neonazismo, sino la inmigración. Los inmigrantes dan

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Los cómplices de la xenofobia

Viene de la página anteriormiedo a la gente no tanto por su diferencia ni siquiera por su número, sino, ante todo, por su pobreza. Con férrea lógica comunitaria, la miseria está vinculada a la delincuencia, al desorden, a la prostitución..., al peligro. Saber que unas docenas de personas viven hacinadas en locales ruinosos, como fieras, provoca reacciones de temor y de hostilidad culpable hacia ellas. Esa marginación refuerza por afán de supervivencia el tribalismo de los extraños y, como reacción, el de los nativos.

El empleo es la mejor vía de adaptación al entorno social y la base de cualquier ciudadanía. El problema de los inmigrantes no es que no se les admita su diferencia (los xenófobos son especialistas en diferencialismo), sino que no se les permita ganarse la igualdad. Y aquí se plantea un problema laboral y político que no se resuelve con protestas, sino con propuestas. ¿Qué hay que hacer? Desde luego, establecer algún tipo de cuotas de entrada en cada país: si no las imponen legalmente los Estados seguirán en manos de los traficantes de carne humana, que se benefician de la actual mezcla de severidad teórica y lenidad práctica, facilitando la entrada de quienes les pagan para luego abandonarles a su mala suerte y a veces en pleno mar. La indefensión de los ilegales favorece paradójicamente su absorción por cierto mercado de trabajo que así se ahorra todos los costos sociales de esa mano de obra. ¿No sería preferible graduar temporalmente las garantías de la seguridad laboral para los recién llegados, a fin de que disfrutaran de alguna y a la vez consiguieran pronto empleo? En este caso, la intransigente defensa para todos de las conquistas del Estado de bienestar funciona como un mecanismo real de exclusión, no de acogida. En su muy interesante Esperando a los bárbaros, Guy Sorman propone que sean las empresas las que puedan ocuparse de la preparación laboral de los inmigrantes, beneficiándose a cambio de ciertas exenciones en seguros sociales. ¿Es imaginable discutir esta propuesta en un país como el nuestro, donde los empresarios están tan satanizados que ni siquiera intervienen en la consensuación de la ley de huelga? A más largo plazo, la inversión en los países subdesarrollados será el mejor camino a seguir, como demuestra el ejemplo del Acuerdo de Libre Comercio entre EE UU, Canadá y México. Quizá cuando se den condiciones políticas favorables sea posible algo semejante entre Europa y los países del norte de África...

En cualquier caso, ésos son los temas reales a debatir para quienes no deseen entregarse a las facilidades edificantes del denuesto. De la cocinera de una amiga suya decía madame Du Deffand que era "semejante en todo a la envenenadora Locusta, salvo por la intención". Los sermones antixenófobos que estamos oyendo temo también que tengan los mismos resultados que las sofiamas racistas.... pese a la buena intención de los predicadores.

es catedrático de Ética de la Universidad del País Vasco.

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