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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Cambalache

LA EXPERIENCIA demuestra que el narcotráfico, como actividad muy rentable, es capaz de soportar el peso de la panoplia represiva que se lanza contra él; no así el Estado de derecho, que a veces deja algún jirón de sí mismo en la batalla. La detención del número dos de la Unidad Central de Investigación Fiscal y Antidroga (UCIFA) de la Guardia Civil y de otros 10 integrantes de dicha unidad, a los que se imputa haber pagado con droga a confidentes, pone una vez más en evidencia la vulnerabilidad del sistema estatal en la lucha contra esta potentísima forma de delincuencia.Como forma de equilibrar la relación de fuerzas existente entre el Estado-David y el Goliat del narcotráfico, algunos proponen al primero una especie de cambalache: cambiar principios por eficacia. Es un planteamiento recurrente que surge también en el supuesto del terrorismo. Se trataría de luchar contra estas dos formas de delincuencia organizada con, sus propias armas, es decir, delinquiendo, lo que implica ni más ni menos que el Estado de derecho haga mutis por el foro en estos ámbitos. Desde esta perspectiva, no basta con estirar la ley todo lo que dé de sí para hacer frente a este tipo de delincuencia -algo que el Estado puede y debe hacer-, sino que es necesario romperla -algo que el Estado, obviamente, no puede hacer-.

Establecer en el marco del proceso penal determinados beneficios legales para quienes se presten a colaborar con la justicia es un ejemplo de lo que el Estado puede hacer. Y ello a pesar de las serias, dudas que

plantea, tanto en el ámbito social como en el estrictamente procesal, una práctica fácilmente confundible con la delación. También entraría en este supuesto la posibilidad legal -contemplada en la reforma en curso del Código Penal en materia de narcotráfico- de no intervenir el trasiego de la droga hasta poder identificar los distintos eslabones que llevan a su distribución. Pero lo que tiene difícil encaje en el entramado jurídico-constitucional del Estado es. la figura del confidente policial, por la profunda ilegalidad que encierra en sí misma y por las situaciones aberrantes a que puede conducir. Inmerso en el mundo del delito, el confidente busca impunidad a cambio de información, y no es raro que esta ambigua transacción sitúe a la policía al borde. de la leg- alidad.En el caso del servicio fiscal antidroga de la Guardia Civil, lo menos que puede decirse, de momento, es que la entrega de droga a los confidentes -existen indicios de que recibieron 16 kilos de cocaína y dos de heroína- ha supuesto el favorecimiento impune de su tráfico. ¿Cómo no considerar una falacia, a la luz de tales ejemplos, la supuesta eficacia con la que se pretende justificar estos métodos? Pero con ser esto grave, no es comparable con la perspectiva de unos aparatos policiales que, a base de cambiar tolerancia por información, droga por confidencias, pudieran llegar a convertirse en coadministradores del negocio. El desmantelamiento, hace dos años y medio, de la Brigada de Estupefacientes de Algeciras ha demostrado que este riesgo no es una quimera. Al contrario, es un precedente claro de cómo la presunción de legalidad, unida a la discrecionalidad y a la confidencialidad de la lucha contra el narcotráfico, pueden darse la mano para encubrir el negocio en lugar de reprimirlo. Razón de más para que el Estado esté vigilante y no transija ante argumentos que son sofismas: no se erradica la delincuencia fomentándola, aunque sea de manera controlada y con el pretexto de combatirla mejor. Es cuestión de principios y profesionalidad.

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