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Edimburgo: un panorama optimista

La reunión del Consejo Europeo en Edimburgo puede ser, y probablemente será, un éxito. Ésta es una buena noticia. No obstante, el éxito en Edimburgo no es más que una condición necesaria para la reactivación de la CE. No es, ni puede ser, suficiente.Las perspectivas de que el resultado sea satisfactorio han aumentado enormemente durante la pasada semana. En lo que respecta a los tres asuntos principales en el orden del día de Edimburgo -la solución del problema danés, el arreglo de la disputa en torno al paquete Delors II y el calendario para las negociaciones sobre la ampliación-, podría llegarse a un arreglo sobre el proceso de ampliación.

La clave para la solución del problema danés radica en la aceptación por parte de los once (o diez) de que se trata de un caso especial que no tiene por qué perjudicar el actual sistema de la CE ni las principales disposiciones del Tratado de Maastricht. Los daneses, tanto en el nivel de la opinión pública como en el de las negociaciones políticas entre partidos propiciadas por las protestas públicas, han demostrado estar más preocupados por los símbolos que por las realidades. Por ejemplo, en su reivindicación de una condición especial con respecto a la unión económica y monetaria. Los sondeos de opinión indican que el rechazo a la idea de un banco central europeo o a una moneda única es el elemento más importante en su valoración negativa del Tratado de Maastricht. Por tanto, no es sorprendente que los partidos políticos, que fueron los principales responsables de la redacción del llamado compromiso nacional, consideren particularmente importante este tema concreto. Sin embargo, un examen más detenido de lo que de hecho piden muestra que las instituciones políticas danesas siguen creyendo que los daneses deberían pasar a la segunda etapa de la unión monetaria europea (UME), considerada por muchos expertos como una fase en la que Europa padecerá las desventajas de la unión monetaria sin disfrutar de sus beneficios, y que no renunciarán voluntariamente a las prioridades de su política económica que les ha convertido con el paso de los años en uno de los tres países que realmente satisfacen las condiciones que establece el Tratado de Maastricht para pasar a la tercera fase. El desfase entre la realidad y la retórica quedó de manifiesto en las reuniones de fin de semana de los ministros de finanzas comunitarios celebradas en noviembre en las que se decidió el destino de las monedas española y portuguesa. A pesar de la presión ejercida sobre la corona danesa a raíz de la devaluación de su réplica sueca, las autoridades danesas insistieron en que la moneda danesa permaneciera estable con respecto al marco alemán. Por consiguiente, en este aspecto, al igual que en tantas otras áreas de su vida pública, los daneses prefieren la cohabitación al matrimonio, el derecho nominal a la fácil disolución, a la ratificación de formalidades legales que en circunstancias imprevistas e imprevisibles podrían tener que ser revocadas. El caso danés es de hecho radicalmente diferente al de sus supuestos aliados del Reino Unido. Los daneses han rechazado Maastricht, pero en casi todos los aspectos se adecuarán a sus requisitos. Es muy posible que los británicos acepten Maastricht, pero seguirán implementando políticas incoherentes con el tratado.

Con este panorama, sería contraproducente para los diez hacer de la peculiaridad danesa un problema. Sólo los daneses pueden salir perdiendo con un acuerdo que les concede libertad nominal pero, menos influencia. La Comunidad, por el contrario, al conceder a los daneses su condición especial, puede liberarse de golpe del maldito íncubo del referéndum del 2 de junio. Concretamente en el Benelux, en Italia y en España (aunque puede que en este último caso sea por motivos diferentes) todavía quedan algunos que quieren adoptar una actitud firme frente a los principios de la Comunidad. Sin embargo, hay indicios de que a raíz de una declaración del ministro de Asuntos Exteriores danés en el cónclave especial de la CE celebrado el 27 de noviembre la mayoría de sus homólogos, si no todos, aceptan ahora que el problema danés tiene más que ver con los símbolos que con la realidad. Por consiguiente, mientras pueda encontrarse una expresión formal que no implique ninguna renegociación del tratado ni un nuevo proceso de ratificación, parece probable que los diez y la presidencia vivan y dejen vivir.

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Después de la reunión especial del 27 de noviembre, muchos observadores veían menos claras las perspectivas para el paquete financiero que para la solución del problema danés. Los miembros ricos de la Comunidad aparentemente cerraron filas en torno a una postura firme; los pobres, aliados con la Comisión, denunciaron las condiciones propuestas por encontrarlas incoherentes con el espíritu de Maastricht. No obstante, algo se agitaba bajo la superficie. En primer lugar, tras un análisis más minucioso, el documento de la presidencia británica no es tan estrecho de miras como muchos de sus críticos han sugerido. Sin embargo, mucho más importante ha sido la aparición de una coalición más amplia de peticionarios, todos los cuales reclaman más del presupuesto comunitario, aunque por razones diferentes. Los nuevos peticionarios son las principales víctimas del pacto agrícola entre la Comunidad y EE UU: Francia, Dinamarca, Alemania y, de una forma u otra, la mayoría de los países ricos, si no todos. Por consiguiente, en las negociaciones que se mantendrán los próximos días es bastante probable que se llegue a un acuerdo con tres apartados. Los agricultores franceses y sus colegas de otros países serán compensados; los españoles y sus aliados, que, por cierto, también tienen un electorado agrícola importante, obtendrán más del fondo de cohesión de lo que estipula el borrador británico; por último, los propios británicos mantendrán su rebaja más o menos intacta. Los actores más importantes en la elaboración de este acuerdo con tres apartados son, no la presidencia británica, que ha realizado una gira por las capitales comunitarias para mejorar su imagen, sino más bien un trío de actores cuya importancia en la política comunitaria en la coyuntura actual no se debe subestimar: el canciller alemán, el presidente francés y el primer ministro español. Tienen la clave para el Consejo de Edimburgo. La presidencia británica y la Comisión Europea son, comparativamente, actores marginales.

Si se puede llegar a un acuerdo con los daneses y se puede elaborar un paquete financiero que satisfaga a todo el inundo, el tercer asunto en la agenda de Edimburgo será automáticamente mucho menos problemático. La Comunidad ya ha reconocido que las negociaciones para la ampliación, que permitirán el ingreso a todos los países de la Asociación Europea de Libre Comercio (EFTA) que lo deseen, son tan inevitables como deseables. Por consiguiente, si es posible lograr otros acuerdos, debería ser posible formular en la cumbre de Edimburgo un calendario de negociaciones. El proceso no puede iniciarse, ni se iniciará, hasta que no se ratifique el Tratado de Maastricht. Sin embargo, no hay nada que impida al Consejo autorizar el comienzo de unas conversaciones exploratorias que, de hecho, pueden aclarar muchas de las cuestiones menos importantes que, de otro modo, podrían entorpecer las negociaciones para la ampliación.

Por tanto, el Consejo de Edimburgo puede tener éxito.

Edimburgo: un panorama optimista

De ser así, sin duda será ensalzado como un triunfo sonado de la muy desacreditada presidencia británica. Por muy engañosa que resulte esta interpretación, no deja de tener sus ventajas. El intento de los británicos de esconderse bajo las faldas de los daneses ya no será viable: la presión sobre los británicos para que resuelvan sus propios problemas y se aclaren con respecto a Maastricht será mucho mayor. No obstante, un éxito en Edimburgo no es en realidad más que una condición necesaria para la reactivación de la Comunidad. Es esencial que la Comunidad aclare las cuestiones relativamente poco importantes que ha planteado la peculiaridad danesa, la constante remolonería británica -que lleva 40 años incordiando a la Comunidad, pero que, en última instancia, siempre se ha ignorado con éxito-, y una corrosiva disputa acerca de unas sumas de dinero que, incluso según los cálculos más exagerados, no sobrepasan el 2% del gasto público total del conjunto de la Comunidad. Sin embargo, un acuerdo como el que hemos esbozado aquí sólo serviría para dar a la CE, o a algunos de sus principales miembros, la oportunidad de enfrentarse a los verdaderos problemas que el debate sobre Maastricht ha impedido abordar: la recesión y la seguridad europea. Ambos figuran, presumiblemente, en las conclusiones y declaraciones del Consejo de Edimburgo. Ni uno ni otro será tratado con la seriedad que merece. No obstante, en cuanto el remanente del voto danés desaparezca sin dejar rastro, debería ser posible pasar a los tres frentes decisivos: la entrada en vigor del propio Tratado de Maastricht, que exigirá una dosis respetable de habilidad y vista políticas; la reactivación de la UME sobre la base de un nuevo acuerdo franco-alemán, y el desarrollo de un planteamiento europeo que acepte la responsabilidad básica de la CE en lo que respecta a su seguridad y bienestar.

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