Nuestros ediles no son prostitutas
Todos tenemos un mendigo de referencia, por si acaso; y un modelo de rico, por si acaso también: hay que estar preparado para cualquier eventualidad. Mi mendigo de referencia, que se trabaja la zona de Príncipe de Vergara cercana al Auditorio mussoliniano, ha aparecido esta semana con un loden verde (¿será esto una redundancia?) del tamaño de Fraga, en cuyo interior se balancea como un badajo en una campana. Mi mendigo de referencia está ahora alicatando el interior del loden con papeles de periódicos, porque desconfía del Plan del Frío del Ayuntamiento. Con su loden alicatado hasta el cuello y las manos envueltas en vendas que parecen arrebatadas a las momias del Arqueológico o a los leprosos de Molokai, pernoctará este invierno en los agujeros del complejo AZCA soñando con Nueva York, donde le han dicho que los mendigos han sido aceptados ya como una clase social nueva.Los del Ayuntamiento no tienen mendigo de referencia porque nunca se han imaginado a sí mismos como mendigos. Les parece imposible que el destino o el capitalismo pudieran obsequiarles con esa rareza. Tampoco tienen sudaca de referencia, ni árabe de referencia, porque nunca han pensado que un día, a pesar de haberse acostado blancos, podrían, por ejemplo, despertarse negros. Les falta imaginación, y lo cierto es que, junto a temperamentos como el de Matanzo, que hace poco expulsó a Shakespeare de sus territorios, la creatividad debe desarrollarse poco.
Se explica, pues, que estén molestos con estas tonterías de los inmigrantes. "Si es el Gobierno el que los deja entrar, debe ser el que solucione su situación", decía el otro día un concejal de nuestro Ayuntamiento en un arrebato de mezquindad. Total, que la semana pasada cogieron la piqueta y derribaron en un abrir y cerrar de ojos un albergue del paseo del Rey en perfecto estado por miedo a cedérselo a los dominicanos de Four Roses en un improbable ataque de mala conciencia. El ataque, de todos modos, les dio, y parece que acaban de destinar 20 millones para acondicionar como albergue el colegio de San Blas. Habría sido más barato estarse quietos.
Pues con los mendigos les pasa lo mismo, que no entienden por qué tienen que existir y padecer de frío cuando llega esta época. No se lo explican; con lo bonito que es ser rico o, en todo caso, pobre pero honrado. Y es que los mendigos no sabe uno dónde encajarlos ni dónde encajonarlos, pero la cosa es que, si se mueren de frío, en seguida le orquestan a uno una campaña y le obligan a ir a una manifestación. Por eso, lo mejor es no tener dónde meterlos y, si pasa algo, cargarle el muerto a la Comunidad, que es el chivo expiatorio de referencia del Ayuntamiento.
Porque, al final, reflexionan nuestros ediles, sabemos que los sudacas vienen del V Centenario y los árabes de la patera, con lo cual, en un momento de apuro, se les devuelve a la patera o al V Centenario y listo. Pero los mendigos, como los cantantes, no sabemos de dónde son ni adónde van, ni de dónde diablos sacan esa mirada de indiferencia con la que nos miran al pasar frente a su banco mientras beben vino en tetrabrik.
Es, como digo, un problema de referencia, de identidad. Un día, en una entrevista, le oí decir a la madre Teresa de Calcuta que cada vez que ayudaba a una prostituta se ayudaba a sí misma, porque también ella era esa prostituta. Para nuestro Ayuntamiento de derechas, esto debe de ser una sutileza incomprensible. ¿Cómo van a ser ellos prostitutas? Pero, sobre todo, ¿cómo podrían ser mendigos procediendo de tan buenas familias? En última instancia se trata también de un problema de imaginación: destruyen albergues porque son incapaces de verse a sí mismos dentro de ellos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.