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Tribuna:
Tribuna
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Ahora

Los nazis -cabezas rapadas y caza doras de cuero, o con bigote y brazalete, a la antigua usanza- son sólo la cremita del café con leche. Debajo está la sustancia. Una vecina de mi barrio, por ejemplo, un mujer que se levanta a las seis par limpiar casas ajenas, que luego trajina hasta las tantas en su propio hogar, me advirtió en la calle hace unas semanas: "Cuidado con ese negro", dijo, mirando al muchacho que venía en dirección contraria señalando después mi bolso. Un voz en la radio: "Para ser psiquiatra sólo se necesita ser argentino", y todos rieron. Negros, gitanos, argentinos, magrebíes, dominicana -"vienen aquí sin saber lo que e un grifo", se quejan, con razón quienes las contratan por la mitad de lo que les costaría una español entrenada, o por menos-, turcos.

Revuelvan con la cucharilla y verán qué bien se amalgaman los uno con los otros, a pesar de las protestas, las fotos en cabecera de manifestación y las declaraciones pomposas. Si no hubiera nazis que incendian y apuñalan -a un español lo acuchillaron en Milán: no somos nada en cuanto pasamos una frontera-, la gente bienpensante no podría seguir creyendo que piensa bien. Pero mucho antes de que empezaran los brotes violentos de racismo, mucho antes de que se lanzaran a la acción los extremistas, e café con leche estaba a punto de hervir en el puchero, al fuego de la derrota de las ideologías solidarias del triunfo de la que no perdona a que nada tiene.

Los estados de opinión, y las leyes, no son cosa de cuatro fanático con la cruz gamada en el brazo. S cuajan en una sociedad devaluada, pasota e inútil, ahíta de necios programas de televisión y vacía de proyectos nobles, capaz de consumir lo que le echan, desde la Operación Tormenta del Desierto hasta el revival de Malcolm X.

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