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La diagonal del loco

Julio Llamazares

No deja de ser simbólico el hecho de que Bobby Fischer, el legendario jugador de ajedrez norteamericano que abandonó la práctica activa de este deporte cuando acababa de proclamarse campeón del mundo a los 29 años, haya elegido para su reaparición, 19 años más tarde, al mismo rival de entonces, el ex soviético nacionalizado francés Borís Spassky, y, como escenario de su enfrentamiento, dos lugares de la antigua Yugoslavia: la isla montenegrina de Sveti Stefan y la capital serbia, Belgrado. Desde que se inventó (hace ya más de mil años, según quiere la leyenda, en algún lugar de la India o del mundo árabe), el juego del ajedrez ha reflejado en sus cuadros, como si fuera un espejo, todas las grandes contradicciones, alegrías y tragedias de la condición humana. Por eso, y por su propia esencia simbólica (el ajedrez no es otra cosa, al fin y al cabo, que la representación en juego de la guerra, reducida a maqueta para diversión de reyes) fue la mejor metáfora de la tensión de la guerra fría, que se libró más ante los tableros que en los despachos de los cuarteles y de las oficinas diplomáticas, y por eso ha sido el reflejo más fiel de cuanto ocurre a su lado: el deshielo del gran iceberg del Este y de las relaciones internacionales (Spassky, por ejemplo, como la propia Rusia, ya no es soviético, y Fischer, antaño feroz anticomunista y defensor del honor norteamericano, ya no ha tenido problemas para estrechar su mano; al contrario, ahora con quien es feroz es con su propio país, que ha llegado a amenazarle, por romper con su actitud el bloqueo a Serbia, con la cárcel) y la irrupción, en lugar de aquélla, de un sinfin de calientes conflictos regionales. Los más calientes de todos, en el propio territorio de la antigua Yugoslavia.La revancha entre Fischer y Spassky, tantos años aplazada, ha tenido, pues, un sentido simbólico que trasciende al ajedrez y a los propios límites de un juego que algunos pretenden ciencia y otros entroncan con áreas y saberes tan distintos como el tarot, la estrategia, la geometría o las matemáticas. La imagen de Bobby Fischer, el antaño niño prodigio ahora ya de 50 años, con su gorra de telegrafista y su aspecto extravagante, es la de un resucitado que regresara de un sueño del que hace mucho tiempo ya que los demás despertaron. Y la ima gen de un Spassky encanecido y viejo prestándose a hacerle de sparring (él, que fue el campeón del mundo, y héroe de la Unión Soviética, hasta que el propio Fischer lo destronó, condenándolo al exilio y a la marginación en su patria) es la de un púgil sonado que arrastrara su antiguo prestigio por las canchas de ciudades de provincias sin otra pretensión que la de poder seguir boxeando. Al final, los dos componían un cuadro que, al margen del ajedrez, parecía más sacado de los túneles del tiempo que de la historia que el mundo está escribiendo en este instante. Decía Kárpov, el sucesor de Fischer tras su retiro, que las guerras deberían librarlas ante un tablero los mejores ajedrecistas de cada país para evitar los derramamientos de sangre. Fischer y Spassky lo son, o lo fueron, sin duda, y así se lo reconocerá la historia, pero su problema es que hoy ya no representan a nadie.

Y, sin embargo, había algo en el duelo entre Fischer y Spassky que lo hacía sugerente

y atractivo Incluso para la gente que ignora el mundo del ajedrez y desconoce, por tanto, su capacidad estética y su intensidad dramática; estética que deriva de su dimensión artística y dramatismo que nace de la lucha contra el tiempo y contra las propias limitaciones más que contra la habilidad del contrario. Aparte de sus estilos, tan diferentes (el de Spassky, sobrio y clásico, claro exponente de la planificación soviética que tantos frutos dio en el pasado, y el de Fischer, imprevisible y brillante, como corresponde a alguien que deslumbró al mundo entero con sólo 14 años), y de sus respectivas trayectorias a partir de aquel legendario encuentro de Reikiavik que supuso el fin de ambos (Spasski, en el exilio tras su recibimiento en Moscú como un traidor a la patria -por primera vez, la Unión Soviética perdía la primacía del ajedrez, el símbolo de su poder, y por si fuera poco ante un norteamericano-, y Fischer, convertido en un fantasma tras su voluntario abandono del ajedrez y su enclaustramiento en un apartamento de Pasadena, donde, durante todo este tiempo, ha vivido huyendo de la prensa y obsesionado por su pasado, y en los últimos años también prácticamente en la pobreza, pese a las numerosas ofertas que recibía, todas multimillonarias, por volver a jugar al ajedrez cuando le diera la gana), estaba el lugar elegido para celebrar el match -un país desmembrado y en guerra y aislado internacionalmente- y los distintos motivos que les llevaron a ambos a enfrentarse de nuevo al cabo de tantos años.En el caso de Spassky, éstos parecían claros: consciente de su papel, ni siquiera aspiraba ya seguramente a la revancha. Había asumido su papel de segundón y lo único que buscaba, aparte del dinero, que quizá no necesita tanto, era volver a sentarse de nuevo frente al hombre que le condenó al fracaso: la admiración se demuestra de muchas maneras y con el odio pasa otro tanto. Pero ¿por qué volvió Fischer? ¿Por qué regresó el hombre que, siendo el mejor del mundo, había rechazado sin responder, incluso en épocas difíciles para él, todas cuantas ofertas le hicieron durante 19 años? En la rueda de prensa previa al comienzo del match (rueda de prensa en la que, por cierto, escupió sobre el documento que las autoridades de su país le enviaron advirtiéndole de duras sanciones si rompía el bloqueo a Serbia jugando en su territorio y sirviéndole de propaganda) dijo que por amor. Así, simplemente, sin más palabras ni comentarios. Al parecer, el genio de Pasadena, el hombre más solitario de todos los solitarios que ha dado el mundo del ajedrez (oficio de solitarios por excelencia, junto con la novela y la música), se ha enamorado de una ajedrecista húngara de sólo 19 años -los mismos que él llevaba retirado- y quiere que su mujer y sus hijos tengan todo lo que él, por su obsesión o locura, a sí mismo se ha negado. La razón, aunque romántica, no parece suficiente para justificar un cambio tan radical, y menos en alguien tan inflexible, como el que Fischer ha dado. Cabe pensar mejor, aunque sea solamente una sospecha, que lo que Fischer necesitaba era justificarse a sí mismo lo que desde hace mucho tiempo deseaba: dejar de ser un fantasma. Porque ser una leyenda es bello, pero llevarla a cuestas toda la vida no debe de serlo tanto.

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Hay una película de Richard Dembro, originalmente llamada Movimientos peligrosos, cuyo título ha sido cambiado en su versión española por el de La diagonal del loco en alusión a la perspectiva más extraña del espacio y a la única pieza del ajedrez que se mueve por ella y que, curiosamente, es la única que cambia de nombre según el idioma en el que se hable: bishop (obispo) en inglés, läufer (corredor) en alemán, fou (loco) en francés y alfil en castellano. Puede ser el mejor título para la vida de Fischer y para la de todos esos locos solitarios que se pasan la vida frente a un tablero trazando líneas imaginarias. Lo que conviene saber es que son la metáfora de todos nosotros, de la misma manera que el ajedrez lo es de la guerra, esa partida infinita y sangrienta que, al decir de los antiguos, es nuestro verdadero padre.

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