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Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Pintura para la tos

La pintura de Juan Ugalde se trata, por así decir, de algún tipo de pintura para la tos, mas no para que su ingestión visual in duzca a un sueño reparador y complaciente, sino, bien al con trario, para que nos convulsione las entrañas. Puede que más de uno se escandalice, o dude de mi cordura, si afirmo que Ugalde es uno de los pintores realistas más notables de su generación. Y, sin embargo, lejos de una boutade, la afirmación resulta verdad como puno presto a saltarle los dientes a quienes pretenden someternos, en comunión diaria, a un bombardeo de imágenes como ruedas de molino que pintan el nuestro como el mejor de los mundos posibles en comics iluminados a base de almíbar hortera.El de Ugalde es, en cambio, un tebeo de otro orden; o desorden. Sus imágenes inventarían una cara distinta de lo real, sueños anegados por nocturnas Poluciones que no son, precisamente, materializaciones del deseo: autovías suburbiales que, como norias ciclópeas, no llevan sino a la recurrencia de lo idéntico, ciudades dormitorio que son casposa confirmación de las promesas del Bauhaus, barras de bar donde el vino sintético garantiza de lirios de postales imposibles, el mundo todo, en fin, como un depósito del Tío Gilito que atesora los cadáveres del consumo.

Juan Ugalde

Galería Buades. Gran Vía, 16, 3º. Madrid. Hasta el 30 de noviembre.

Crédito de dignidad

Nada que ver lo de Ugalde con denuncias sociológicas. Las imágenes que baraja, rastreándolas entre tanta ficción macroeconómica, son las únicas que le merecen crédito de dignidad, y aún estética. Tampoco la disposición que les confiere al jugar cada mano se asemeja a ese orden paralítico de tebeo edificante. Al contrario, forman un collage espasmódico, de cortes salvajes, impecablemente austero, sin concesiones.Puede parecer, y parece, que la pintura de Ugalde nos priva de la salud oficial. Nada más cierto; pero cumple así una acción terapeútica decisiva, pues nos libra del peor de los narcóticos, la única droga realmente dura: la imbecilidad complaciente. Aplicada como vitriólico colirio en el ojo, nos descompone efectivamente el cuerpo pero garantiza a cambio la salud mental, estado también convulso que nada tiene que ver con lobotomías. Lo dicho, pintura para la tos, como en los militantes del tabaquismo y, como ellos, dispuesta a pasar a la clandestinidad si insisten en garantizarnos, en régimen de internado, higiene y felicidad.

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