Bill Clinton y América Latina
Cada cuatro años, comentaristas y académicos, junto con funcionarios y políticos del mundo entero, se interrogan de manera interminable sobre las consecuencias para su país, o su región, del resultado de las elecciones estadounidenses de turno. Unos, desesperados por el statu quo, toman sus descarados deseos por una realidad siempre ya decepcionante, anhelando cambios de fondo y renovación; otros, partidarios de la continuidad, celebran y se suman al presidente saliente, buscando así que su apoyo oportuno se traduzca, a la postre, en mayor acceso y favores por parte del reelecto ocupante hipotético de la Casa Blanca.El triunfo abrumador de Bill Clinton en los comicios del 3 de noviembre, así como la amplia mayoría demócrata de la cual dispondrá en el Congreso, no representa el resultado deseado por muchos colegas y amigos de George Bush en el resto del mundo. Éste es, sin duda, el caso de América Latina: existe hoy una disonancia flagrante entre los deseos de las élites latinoamericanas y las esperanzas que brotan de la opinión pública norteamericana.
Con algunas excepciones notables, la mayoría de las cancillerías y presidencias latinoamericanas hubieran preferido que George Bush ganara las elecciones del 3 de noviembre. Malo por conocido, motivo de ajustes y conformismos ya consumados y una indudable afinidad ideológica son todos ellos factores que coadyuvaron a hacer de George Bush un hombre mucho más querido entre los gobernantes y empresarios de América Latina que entre los votantes de su propio país. A ello contribuyeron también la perspectiva,del Acuerdo de Libre Comercio con México, la iniciativa de las Américas en su conjunto y la posible celebración de acuerdos comerciales individuales, así como la deriva conservadora en la mayoría de los países del continente.
Por más que su triunfo se antojaba ya inevitable en las últimas semanas, Bill Clinton sigue siendo una incógnita, sobre todo en materia de política exterior. Peor aún, desde la perspectiva de los Gobiernos conservadores de América Latina, da la impresión de interesarse mucho más por los temas de la política interna que en los asuntos internacionales; parece encontrarse mucho más sujeto a las vicisitudes de las corrientes y dificultades políticas internas; por último, muestra visos de estar menos convencido de las bondades del neoliberalismo económico en boga, tanto en su país durante los últimos 12 años bajo Reagan y Bush como en América Latina en la era de Menem y Salinas de Gortari. De allí la paradoja: por las mismas razones que el electorado norteamericano despidió a George Bush de su empleo actual, las élites latinoamericanas ansiaban su reelección, y desconfilan de Clinton y de la nueva tropa demócrata que llegará a Washington en su compañía.
La victoria de Clinton entrafiará en forma inevitable un cambio significativo en la política de Estados Unidos hacia América Latina. El meollo del asunto estriba en determinar qué tan grandes podrán ser las modificaciones que tengan lugar bajo la Administración de Clinton, y en qué consistirán sus motivaciones. A este respecto, es posible adelantar dos hipótesis, sin mayor certidumbre que la que brinda 'cualquier otro vaticinio.
En primer lugar, es probable que la mayor atención que Clinton sin duda le dedicará a los temas y a los intereses intemos lo obligará a moderar el entusiasmo estadounidense actual por las reformas económicas en curso a lo largo y ancho del hemisferio occidental. Si bien Clinton es obviamente un convencido partidario del libre comercio y del libre mercado, sería lógico esperar que muchas de las expresiones más extremas del radicalismo republicano en esta materia pasen a mejor vida. Así, las negociaciones en torno al libre comercio se volverán más sociales, reguladas y protectoras del medio ambiente; las políticas como la del Organismo para el Desarrollo Internacional de utilizar fondos públicos para transferir empleos de Estados Unidos a Centroamérica serán descartadas; los aspectos retributivos de la política económica se verán acentuados en lugar de ser obviados, e incluso algún tipo de auténtico alivio en materia de deuda extema puede perfilarse en el horizonte. Y, sobre todo, el énfasis ideológico en el libre comercio como la solución de todos los males propios y ajenos probablemente desaparecerá.
Aquí reside el dilema del Gobierno de México, por ejemplo. Carlos Salinas y su equipo le apostaron todo a George Bush; hoy se hallan no sólo ante la derrota de su candidato, sino de un repudio masivo a su persona y a sus políticas: 62% del electorado votó contra Bush. Clinton, a la larga, firmará el acuerdo de libre comercio con México, y logrará su aprobación por el Congreso, pero todo esto demorará más tiempo y encerrará mayores complicaciones que las esperadas. El ingreso de México al Primer Mundo, absurdamente asimilado a la conclusión de las negociaciones del acuerdo de Norteamérica, ya no es para mañana.
El segundo ámbito del cambio que representa Clinton se refiere al problema de la democracia. Aunque el gobernador del Estado de Arkansas ha sido muy cuidadoso en omitir cualquier explicación de lo que significaría una política exterior orientada hacia la democracia en América Latina, tal y como lo supo a destiempo Jimmy Carter, estas cosas suelen salirse de los cauces previstos. Sin duda, Clinton seguirá tratando ,de pasar por alto el recurrente fraude electoral y repetidas violaciones a los derechos humanos en México, y se enfrentará a dilemas sin soluciones evidentes en Haití y en Perú. Pero el mero énfasis en la democracia tendrá una incidencia indudable sobre muchos . regímenes presentes y futuros en América Latina.
Resulta dificil atribuirle una alta prioridad a un tema como éste, para luego determinar que sólo se aplica a China, Bosnia o algunas regiones de África. Llega el momento en que desencadena procesos que rebasan los propósitos originales de quienes los pusieron en marcha. Podría entonces converger con un enfoque comercial menos radical, llevando así a una vinculación entre comercio y democracia sumamente beneficiosa para la región. Esto a su vez quizás pudiera desembocar en un gran convenio entre Norte y Sur, en el que trataran problemas reales y se propusieran soluciones verosímiles.
En lo que se refiere a dos temas adicionales, Clinton, aunque ha dado señales contrarias, podría aportar cambios significativos. Se trata de Cuba y de Centroamérica. En Nicaragua y en El Salvador, dos Gobiernos que gozan de un virtual consenso nacional buscan afanosamente cómo sanar las heridasque dejaron 10 años de guerra civil. Inicialmente, la Administración Bush apoyó dichos esfuerzos, pero pronto cayó presa de la derecha republicana en el Congreso, que ha bloqueado la entrada de fondos de asistencia ya aprobados. Clinton podrá modificar esta situación sin mayores dificultades, y bien valdría la pena hacerlo.
Acerca de Cuba, el candidato demócrata indudablemente ha dicho un sinnúmero de barbaridades, pero al mismo tiempo se ha rodeado de asesores sensibles a la absurda obsolescencia de la actitud norteamericana hacia Fidel Castro. Se impone un viraje, y cualquiera que sean los objetivos de Clinton -derrocar a Castro, negociar una transición pacífica o alentar una reforma cubana con Fidel a la cabeza- será más fácil alcanzarlos mediante un diálogo con los cubanos de la isla que siendo rehén de los cubanos de Miami.
A final de cuentas, sin embargo, el aporte de Estados Unidos a la solución de los verdaderos problemas de América Latina sobre, a saber, la desigualdad, la pobreza, la precariedad de la democracia y la búsqueda infructuosa de un desarrollo sostenido y sostenible dependerá de lo que pase dentro de esa nación. Si Clinton acaba siendo una imitación suave y desteñida de Bush, cabe esperar poco de él. En cambio, si emprende un auténtico proceso de reformas internas profundas, los efectos de las mismas serán en el largo plazo enormemente positivas para América Latina. Tal y como se vio en los años treinta, no hay mejor política de Estados Unidos hacia sus vecinos del Sur que aquella que procura construir un país más justo, próspero y generoso para los propios norteamericanos.
es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional Autónoma de México.
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