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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El último tabú

LA IGLESIA anglicana, una de las confesiones cristianas de mayor envergadura y la más cercana a la Iglesia católica, de la que se separó en los tiempos de la Reforma, ha roto el último tabú religioso al haberse pronunciado su Sínodo General a favor de la ordenación sacerdotal de las mujeres.La decisión no ha sido fácil -el debate se arrastraba desde 1975, cuando también el Sínodo General de la Iglesia de Inglaterra manifestó que no existían razones de peso en contra-, y hasta es posible que acarree consecuencias, incluso dramáticas, en el seno de los anglicanos. Apenas concluida la votación que el pasado miércoles dio cuerpo a esta histórica decisión, el fantasma del cisma comenzó a planear sobre la Iglesia de Inglaterra. En un intento de ahuyentarlo, el mismo Sínodo se apresuró a tomar algunas medidas, fundamentalmente en forma de compensaciones económicas a los clérigos opuestos a la decisión -unos mil, según parece-, condicionadas a que no se constituyan en una nueva Iglesia, o, en todo caso, a que se integren en las filas de otra confesión cristiana, por ejemplo la católica.

Por lo que se refiere a Roma, la reacción del Vaticano ha sido fuertemente negativa, alertando sobre los riesgos que el paso dado comporta para las relaciones entre las Iglesias católica y anglicana, y particularmente para el diálogo que ambas mantienen con vistas a superar el cisma que las separa desde el reinado de Enrique VIII de Inglaterra. La enérgica reacción vaticana también ha tenido una clara motivación interior: impedir que el ejemplo cunda entre los católicos. Algo que será cada vez más difícil de conseguir, dada la extensión que ha alcanzado la idea, incluso dentro del episcopado mundial, de que la Iglesia católica debería acabar con ese último tabú que cierra las puertas del sacerdocio a la mujer, en un contexto histórico y cultural en el que los derechos de las mismas para ejercer cualquier tipo de función social han quedado plenamente sancionados en todos los países democráticos.

Hoy ningún teólogo católico moderno, sin llegar siquiera a progresista, está dispuesto a defender que existen razones teológicas para que las mujeres no puedan llegar a la plenitud sacerdotal, ya que el argumento esgrimido durante siglos por Roma, el de que Jesucristo no había escogido a ninguna mujer entre los apóstoles, se considera como meramente coyuntural de una época en la que la mujer era un cero a la izquierda, hasta el punto de que ni siquiera se la aceptaba como testigo creíble en un juicio.

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La separación de la mujer del sacerdocio en la Iglesia ha estado motivada en gran parte, más que por razones bíblicas o por documentos de fe católica, que no existen, por el bajo concepto que de la misma ha tenido siempre la Iglesia ya desde los tiempos de los santos padres, cuando llegó hasta ponerse en tela de juicio si las mujeres tenían alma como los hombres. Y también porque el tabú del sexo y sus pecados se han asociado siempre a lo femenino, un elemento que se ha considerado peligroso y provocador dentro de la comunidad católica, donde no se permitía a las mujeres ni ejercer de monaguillos en la misa.

La decisión de la Iglesia de Inglaterra de restituir a la mujer en el campo eclesial la dignidad e igualdad que se merece, acabando con el prejuicio de la masculinidad del cristianismo constituye ante todo un ejemplo de coraje y de visión de futuro. Su efecto puede ser determinante para el reforzamiento de aquellos sectores, más numerosos de lo que parece, que en el seno de la Iglesia católica reivindican el derecho de la mujer a ejercer todas las funciones del culto, y no sólo a estar "de rodillas ante la cruz como la madre de Jesús", de acuerdo con lo manifestado en cierta ocasión por el papa Wojtyla.

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