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Diccionarios y reglamentos

La Academia Española ha sacado una nueva edición de su diccionario usual con motivo del V Centenario. Han pasado sólo ocho años desde la anterior (1984), seis menos de los que separaron aquélla de la edición de 1970. No puede decirse que las novedades sean escasas: 83.500 nuevas palabras y más de 12.000 acepciones añadidas y definiciones modificadas. Otra cosa es que esta edición sea satisfactoria.La Academia ha sancionado realidades léxicas evidentes como, por ejemplo, autostop, comunicador, descolonización, ecologismo, estalinismo, gilipollas, narcotraficante, sida, tele, telenovela, telefax (y fax) o zoo. Pero, con ser esto meritorio, a simple ojo de buen cubero pueden advertirse omisiones: así, armamentismo (sí está armamentista), asambleario, clasismo (sí figura clasista), escapismo, monetarismo (tampoco monetarista), muermo (aburrido), puentear (no contar con alguien), remodelación, rentabilizar, reinsertar (tampoco reinserción), rollo (pesadez, persona insoportable, tinglado), secretismo (sí aparece secretista), sprint, virguería (cosa o acción de excelente calidad, habilidad para algo), visceral, (arraigado, profundo).

En el preámbulo, la Academia reconoce las insuficiencias de esta edición y anuncia su propósito de llevar a cabo "la renovación completa de la planta del diccionario con los nuevos procedimientos técnicos", esto es, los informáticos. Si es así, bienvenida sea esta última edición concebida según los términos tradicionales. Porque, pese a sus evidentes mejoras, el diccionario académico, con su mezcla de sincronía y diacronía, regionalismos y vulgarismos incorporados de forma asistemática, sigue reflejando una lengua que "no se ha usado nunca en parte alguna", mientras que la que se usa "sólo muy parcialmente está en él", según indicaba en 1985 Fernando Lázaro, hoy director de la Academia, quien, elegido para el cargo hace menos de un año, ha inspirado seguramente las palabras antes citadas del preámbulo.

En realidad, salvo por la urgencia de la efeméride americana, no se entienden demasiado bien las razones por las que esta edición ha salido a la luz. Todo parece indicar que la próxima será bien distinta de la actual y que su elaboración se abordará con mayores medios económicos, técnicos y humanos. Estos últimos incluirán la incorporación plena de equipos de lexicógrafos, de quienes habrá que esperar, entre otras muchas cosas, que envíen al baúl de los recuerdos tantas definiciones rígidas o anticuadas. La Academia va a abandonar al fin la menesterosidad en que se desenvolvía, de lo que todos debemos alegrarnos. Sería conveniente también que se convirtiera en instituto avanzado de filología y dejara de ser un escaparate de honores difusos.

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Pero la cuestión es saber si la Academia piensa seguir manteniendo en régimen de monopolio su autoridad en materia idiomática (hay una ley de Isabel II al respecto) o si, por el contrario, se abrirá. a las demás instituciones y agentes sociales que participan día a día en el establecimiento de la norma culta y del uso lingüístico (periódicos, agencias, escritores, publicitarios) como ha pedido su actual director. Porque lo de limpiar, fijar y dar esplendor pudo ser válido hace siglos, cuando el español lo hablaban unos cuantos millones de personas; perodista de serlo hoy, al menos con aquel sentido dieciochesco, cuando es la lengua de cerca de cuatrocientos millones de hablantes, en un mundo de comunicaciones vertiginosas, donde la jerga de un culebrón llega a millones de hogares con una fuerza que la escuela, la Universidad y, naturalmente, la Academia, han perdido de modo definitivo.

Por eso, o el diccionario académico refleja esta realidad o, de lo contrario, por muy rigurosamente elaborado que esté, no servirá de nada o servirá de poco. La vieja filosofía de que las palabras sólo acceden a él cuando están ampliamente sancionadas por el uso merece sin duda ser revisada, si es que quiere que el diccionario sea algo vivo, no un asilo o un cementerio, dos identificaciones que a menudo le cuadran. Lo dicho vale natural mente para otras tareas de la Academia, como la gramática (seguimos con el Esbozo de hace 19 años) o con la ortografía (seguimos con las normas de hace 33 años). De esta inadecuación a la realidad se ha derivado la necesidad de los libros de estilo en periódicos y agencias. El diccionario de María Moliner ha tenido éxito a causa también de tales insuficiencias. Gabriel García Márquez, entusiasta de la lexicógrafa española, a quien en su momento se vetó la entrada en la corporación, ha calificado de "terrible esperpento represivo" el diccionario académico, y Jorge Luis Borges recordó irónicamente la frase de Paul Groussac de que "cada nueva edición [del diccionario] hace añorar la anterior".

Nada menos gratuito que citar a los escritores hispanoamericanos: de ellos ha venido en este siglo lo más profundo de la renovación del idioma, de su norma escrita, que han logrado vivificar y hacer mucho más dúctil, ágil y musical a fuerza de insolencia, de descaro con las reglas inflexibles, con los corsés que querían paralizar a esa criatura viva que es la lengua, y que cabe cifrar en esos libritos de buen castellano que se vendían, según parece, a finales del siglo pasado en la estación de Atocha para uso de los hispanoamericanos recién llegados a Madrid.

Lo deseable es que la Academia rompa este clima y elabore al fin un diccionario verdaderamente vivo de la lengua, a la vez que se decide a tener una gramática funcional y una ortografía acorde con los tiempos que vivimos. Algo puede adelantarse: si los criterios normativos no se vuelven muy amplios, será inútil cuanto se haga al respecto. Hay que defender el idioma, esto es, defender la unidad lingüística del mundo hispanohablante, pero hay que hacerlo con flexibilidad. No se puede, por ejemplo, ensartar a un ministro por decir que él hacía el catorceavo de su departamento cuando el uso está atestiguado en numerosos escritores de la Edad Media.

Importa defender el idioma porque forma parte de la defensa de la calidad de la vida y porque es el vínculo que une a muchos millones de personas en varios continentes, y la única alternativa a esa unidad es la que ya sentía como una amenaza Rubén Darío: "¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?" (no el de Shakespeare, claro). Hay un español deleznable (empleo esta palabra con el sentido de reprobable, que la Academia sigue sin admitir), hecho de comodines y muletillas, que atenta contra el buen gusto, y hay otro corto, menguado, anémico, que tiene mucho que ver con el déficit educativo secular de la sociedad española y que en el fondo revela cuán injusta sigue siendo ésta. Pero esa defensa mal se hará con preceptos rígidos y normas acartonadas. Diccionarios, sí; reglamentos, ordenanzas, no.

es crítico literario.

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