Las nuevas responsabilidades
Analiza el autor del artículo la espectacular evolución política, económica y militar del fin de siglo que nos ha tocado vivir y, tras señalar la complejidad de los nuevos conflictos, explica por qué España no puede ni debe quedarse al margen de los proyectos de paz de las organizaciones internacionales.
Probablemente es una banalidad constatar que vivimos en una época de perplejidad e incertidumbre en el Este y el Oeste ante los acontecimientos que, con una aceleración sorprendente, se su ceden desde hace cuatro años. En este corto espacio de tiempo parece haberse cumplido la vieja afirmación del historiador norteamericano Henry Adams cuan do dijo, a principios del presente siglo, que "la historia y la socio logía jadean por falta de aire". Adams, que formuló la ley de la aceleración histórica, profetizó que la humanidad sería cada vez más incapaz de resolver sus pro blemas, pues la mayor velocidad de cambio nos está acercando al límite de nuestra capacidad de reacción y no será posible res ponder a los innumerables retos del futuro.No hay que compartir este pesimismo, tan repetido y desmentido en los últimos 100 años. El siglo XX se despide haciendo honor a su carácter tormentoso, pero si miramos con serenidad a nuestro alrededor comprobamos que somos mucho más afortunados ahora de lo q ue creíamos poder serlo hace sólo cinco años.
El fin de siglo está presidido por un positivo hecho que se eleva muy por encima de todo lo demás: el desarme nuclear y convencional y el apaciguamiento definitivo de los dos antiguos bloques, que ya ni siquiera existen como tales. Se ha alejado la amenaza de destrucción de la humanidad en una guerra total.
Problemas menores
Al desaparecer la división bipolar, el liderazgo global ya no puede tener objetivos tan simples y claros, consistentes ante todo en oponerse al otro bloque. Además afloran multitud de problemas menores, muchos de ellos de índole doméstica o regional, hasta ahora soterrados.
Ambos factores han creado en los últimos tiempos impresión de vacío de liderazgo en el mundo, en grandes regiones de éste y en el interior de bastantes países. Pero no debemos equivocarnos. Esta impresión de que el liderazgo es menos firme, de que la realidad escapa a nuestras decisiones, de que los objetivos políticos, ya no son tan nítidos, no debe ocultar el hecho más importante de estos anos, que es la distensión. La distensión general permite tener una visión estratégica del mundo bastante más tranquilizadora, dentro de la incertidumbre.
Los acuerdos de eliminación de armas nucleares entre Estados Unidos y la Federación Rusa son la piedra angular de este nuevo clima. La cuestión es saber si esta distensión será duradera. Lo más probable es que lo sea, puesto que está basada en factores profundos.
En mi opinión, la actual distensión es el resultado de la vieja ley del coste creciente de la guerra y del poderío militar. Es bien sabido que invertir en exceso en armamento proporciona seguridad durante un tiempo, pero inseguridad a un plazo más largo por interferir en el desarrollo económico. Las consecuencias de esta antigua ley han sido una lección bien aprendida después de la costosa carrera militar de la guerra fría.
Nuestros amigos norteamericanos y rusos saben muy bien a qué me estoy refiriendo. Estados Unidos afronta unos enormes déficit fiscal y comercial que tardarán muchos años en corregir y cuyas consecuencias sufre todo el mundo. La Federación Rusa se enfrenta a la ingente tarea de elevar el nivel de vida de su población reorganizando todo su sistema productivo hacia la economía de mercado.
Si subsiste todavía una gran producción de armamentos, más elevada de lo que realmente desearían los propios Gobiernos de Estados Unidos y Rusia, es más por razones industriales que militares. Ambos países no pueden dejar caer una industria tan sofisticada y creadora de puestos de trabajo, sino que tienen que ganar tiempo para reorientarla en lo posible hacia otro tipo de productos. Lo negativo de esta situación es que proliferen las armas convencionales, debido a ese exceso de producción.
No obstante, tampoco hay que dejarse llevar por un excesivo optimismo. Un mundo no bipolar tiene contradicciones más numerosas y complejas, al no reducirse sólo a dos opciones básicas. Son conflictos más difíciles de estimar y resolver.
La acumulación de contradicciones, aunque no sean tan globales como antes, produce inseguridad. Puede que ésta sea más difusa, pero está ahí. Por ejemplo, en forma de fundamentalismo islámico, que puede crear un gran foco de incomprensión entre los países de cultura europea (incluyendo, naturalmente, a la Federación Rusa) y otros muchos del Mediterráneo, África, Oriente Próximo y Asia.
Así afloran de nuevo enfrentamientos por razones religiosas, étnicas y culturales. Renace el fundamentalismo religioso y el nacionalista, que busca la identificación individual y colectiva en la tierra, la lengua y la tradición, más que en las ideas y en los intereses objetivos. Contra estas tendencias sólo puede haber respuestas colectivas institucionalizadas.
Otro gran foco de incertidumbre puede ser el riesgo de fracaso económico en Europa central y del Este. La falta de éxito en las reformas económicas en grandes potencias de esa región del mundo puede dar origen a una gran inestabilidad interna que se proyecte hacia afuera. En países menores de esa área ya es visible el riesgo de populismo antidemocrático ante las dificultades económicas, que pueden ser muy peligrosas al coincidir con reafirmaciones nacionalistas y étnicoreligiosas.
Nuevos conflictos
Por todo esto, las naciones más desarrolladas, con economía de libre mercado, tenemos que incorporar a nuestras reflexiones estratégicas la necesidad de cooperación económica con las nuevas democracias europeas y los regímenes musulmanes estables y moderados.
¿Cómo hacer frente a este nuevo tipo de conflictos internacionales de baja intensidad, ámbito limitado y dispersión por ' amplias zonas del planeta? Antes eran las dos superpotencias las que se encargaban frecuentemente de disuadirlos e incluso sofocarlos según zonas de influencia. Hoy, por razones estratégicas y también económicas, eso ya no cabe.
La disuasión de los conflictos se ejerce ahora de forma más colectiva, mediante organizaciones como la OTAN, la UEO o la CEI, aunque las dos superpotencias siguen teniendo un fuerte peso. Igualmente, la prevención y control de crisis se encauzan por la comunidad internacional a través de la ONU y organizaciones regionales como la CSCE, lo que exige la contribución de todos.
Eso afecta a España, que tendrá que aportar a la disuasión militar unos medios acordes a su potencial económico, es decir, superiores a los actuales, si deseamos que se cuente con nosotros en otros ámbitos. Aquí habrá que mejorar en los próximos años, ya que no se puede pensar que nos basta con aportar cascos azules a las misiones humanitarias.
La contribución al encauzamiento y solución de los conflictos con cascos azules españoles se viene haciendo con éxito por España desde 1988 en Nicaragua, Namibia, Angola, El Salvador, Haití, o con misiones específicas en el norte de Irak y en el golfo Pérsico. Eso ha dado prestigio a nuestra diplomacia, a nuestras Fuerzas Armadas y a España en general. Lo probable es que estas operaciones de Naciones Unidas sobre el terreno sean cada vez más complejas y difíciles.
Para contribuir a ellas habrá que estar mejor preparados, con un mayor número de soldados profesionales de los que ahora se dispone.
Todo se andará. De momento, nuestros militares inician estos días su misión en Bosnia-Herzegovina, donde tienen una difícil tarea. Lo harán bien, y España afrontará a través de ellos las nuevas responsabilidades que nos ha traído esta época de distensión que, con todos sus problemas, es mucho mejor que los años de plomo de la guerra fría.
Julián García Vargas es ministro de Defensa.
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